Tres años después de que el ejército de la oligarquía salvadoreña ocupó militarmente la Universidad de El Salvador, el miércoles 30 de julio de 1975, ese mismo ejército, esa misma oligarquía y ese mismo presidente, Arturo Armando Molina, deciden masacrar una manifestación estudiantil que salió del campus universitario, en la tarde calurosa de ese día.
El ejército había chocado con los estudiantes y el pueblo en días anteriores en la ciudad de Santa Ana. Frente a la alcaldía municipal de esa ciudad cercó y arremetió contra una manifestación popular de la que formaban parte un grupo de diputados de la Unión Nacional Opositora.
En todo el país, el gobierno militar había instalado un aparato represivo llamado a ahogar las distintas expresiones de protesta, rebelión y reclamo social que se manifestaban en todo el territorio. Toda la situación ponía en evidencia que la dictadura militar de derecha, instalada en el país a partir de 1932, había entrado en una especie de crisis terminal. En esos momentos, la sociedad se expresaba políticamente a partir de una clase obrera fuertemente organizada en movimientos sindicales, de una clase campesina con una organización en pleno desarrollo y con una amplia lista de exigencias sociales, económicas y política, y en unas capas medias frustradas y radicalizadas por el fracaso y desmantelamiento de la política de industrialización que los gobiernos militares habían establecido y que había fracasado a partir de la guerra con Honduras en 1969.
En la sociedad funcionaba el poderoso sector capitalista oligárquico, dueño del Estado y del Gobierno, así como de la riqueza del país. Esta oligarquía era fiel instrumento de la política estadounidense que, bajo la presidencia de Gerald Ford, blandía una peligrosa política contrainsurgente frente a cualquier amenaza a sus intereses en Latinoamérica.
Todos estos factores clasistas, políticos y económicos se conjugaban en esa coyuntura. Al ocupar la Universidad de El Salvador, los militares gobernantes creyeron sofocar el corazón de una protesta que ellos no entendían, pero que consideraban una amenaza comunista. Cuando constataron que ni sus soldados, ni sus policías, ocupantes de la UES, habían impedido que la universidad siguiera en pie, pensando, estudiando, escribiendo y abrazándose contra la quemante realidad del país, resolvieron que era necesario impedir que la UES saliera a la calle. Sin duda, buscaban que el campus universitario funcionara como una especie de cárcel para el pensamiento universitario. Muy lejos estaba este ejército de aproximarse a la comprensión de la quemante realidad que expresaba la acción universitaria. Para la oligarquía dominante y para su ejército gobernante, todo lo que tuviera el más mínimo olor a pueblo, a derechos de ese pueblo y todo reclamo reivindicativo de todo color y tamaño era simplemente fruto del comunismo internacional. Por eso, ese día, miércoles 30 de julio, el ejercito preparó una compleja y desarrollada operación militar. Se trataba, según su Estado Mayor, de aniquilar al peor de los enemigos de la patria. Y así, esa tarde, la avenida Universitaria se tiñó de sangre estudiantil y los cuerpos represivos simplemente dispararon a matar, mientras sus vehículos capturaban a estudiantes desarmados y lanzaban a las camas de sus camiones a otros estudiantes heridos. Muchos estudiantes desaparecieron ese día y las cárceles se llenaron de estudiantes. Para el mando militar, la operación fue exitosa, aunque, de nuevo, una vez más, el terco proceso político saltó por encima de los fusiles, y ni la universidad fue silenciada, ni el movimiento estudiantil aplastado, ni la resistencia política fue derrotada.
Todos estos pliegues de la coyuntura política expresaban los pasos indetenibles de la guerra popular. La paz, prisionera de los cuarteles desde 1932, no aparecía por ningún lado, pero aquellas sucesivas rebeliones y resistencias frente a la dictadura militar oligárquica ya eran parte de una guerra popular amamantada en una crisis, cuya solución solamente estaba en manos del pueblo. Estamos diciendo que estos episodios ya formaban parte de un proceso de guerra que inevitablemente avanzaba hacia la plena consolidación del más alto enfrentamiento clasista en una sociedad. La guerra, como sabemos, es la continuación de la política por otros medios, precisamente violentos. Aquí no estamos simplemente frente a una torpeza del poder oligárquico de esa época, ni frente a una decisión de provocar una guerra para aplastar a los levantados en armas; más bien estábamos frente a una incapacidad política de resolver la crisis, toda vez que dicha solución implicaba cambios en la estructura de poder dentro del Estado, cambios en la economía agraria de la época, sobre todo en lo relacionado con la tenencia de la tierra, y cambios en las posibilidades de acceso al poder de unas capas medias cuyos intereses resultaron afectados cuando se detuvo el proceso de industrialización.
Tanto el Gobierno del general Fidel Sánchez Hernández como el del coronel Arturo Armando Molina intentaron hacer transformaciones agrarias, pero ambos fueron derrotados en ese afán por los poderes oligárquicos, que cerraron toda posibilidad de cambios y ordenaron a sus militares más represión. Y eso es lo que sus soldados hicieron.
Dos años después, en 1977, el poder oligárquico perdió las elecciones de ese año frente a la Unión Nacional Opositora, cuyo candidato presidencial era un coronel. En esta ocasión, el ejército suspendió el conteo de votos al mediodía y se preparó para una nueva matanza del pueblo, el 28 de febrero de ese año. De esa manera se abrió una poderosa corriente popular que llevó inevitablemente a la guerra, la cual ya había estallado, como lo hacen todas las guerras, en la cabeza política del pueblo. Al mismo tiempo, se abrió el proceso para el cambio de la clase gobernante del país, expresado en la salida de la Fuerza Armada del Gobierno y su retorno a los cuarteles.