Una de las primeras cosas que hizo mi madre cuando recién llegamos a Los Ángeles, ahí por 1981, fue llevarnos a comprar ropa al Piojito, que estaba frente al MacArthur Park. Luego nos llevó a comer al Clifton Cafetería, que estaba en la 7th y Broadway, en el mero «downtown».
Ya una vez instalados en la ciudad, que se convirtió en nuestra nueva realidad, fuimos poco a poco adaptándonos. Fue precisamente el MacArthur Park el punto de reencuentro los fines de semana con muchos de mis compañeros que, al igual que yo, habían emigrado a Los Ángeles. Así, fuimos reclutando o reconectándonos varios de los que habíamos logrado salir del infierno de la guerra, que apenas comenzaba en nuestro chiquito país.
Atrás quedaban el recuerdo de las esquinas de los barrios San Lorenzo, el IVU, El Palmar, La Cruz, Santa Lucía, en Santa Ana. Las esquinas de San Jacinto, Ciudad Delgado, Zacamil, la Atlacatl y de Sívar. Todo se fue sustituyendo por las de la 7th y Alvarado, Burlington y 8th, el 7-eleven de la Hoover, el parque Lafayette, las calles de la Beverly y la Rampart, la Shattos Place, el Panamericano, Los Molcajetes, la Vermont y Washington, el Liborio Market y El Tigre.
Así fuimos construyendo una nueva ciudad en Los Ángeles, poco a poco esta ciudad del Norte fue invadida por la primera oleada de guanacos que convirtieron esa urbe en un enorme campamento de refugiados al estilo Colomoncagua y Mesa Grande. Hasta fuimos a entrenar a los cerros del Griffith Park para, supuestamente, estar en forma, aprender tácticas guerrilleras y regresar a Guazapa o Morazán, e incorporarnos a la guerrilla. Los gringos que salían a correr o caminar en la zona nos miraban como bichos raros, como si fuésemos una secta religiosa.
«Yo solo me voy a quedar un par de meses, lo que quiero es regresar y seguir en la lucha», este era el principal discurso que todos nos dábamos para disimular el cargo de conciencia por haber abandonado a los nuestros, salvando con nuestra salida el pellejo. Bueno, éramos cipotes entre los 15 y 20 años el más viejo. Era, en realidad, demasiada carga moral para esa edad. Y, así, empezó el cruel tic toc que marcaba el tiempo de nuestra estadía que nos alejaba más y más de nuestro terruño. Nadie regresó. Yo fui uno de ellos.
Unos fuimos «obligados» por nuestras nanas a meternos en las «high school» a estudiar el idioma del imperio; otros prefirieron mejor buscar trabajo, miles de guanacos empezaban a tomarse los trabajos de las minorías; esas labores que ni los gringos ni los afroamericanos estaban dispuesto a hacer: jardineros, lavacarros, fontaneros, albañiles, carpinteros, más lavaplatos, parqueadores, cantineros, «janitors» (no sé cómo se dice en español), más lavaplatos en restaurantes coreanos, o parquear carros en los «valet parking del downtown», etcétera. También a poner pupuserías y comedores por todos lados.
Mientras los de espíritu revolucionario fuimos de a poquito organizando las Casas El Salvador, El Rescate, los Cispes, el Masps, el Comité El Salvador, creando nuestra propia burbuja política. Pero no todas son historias tercermundistas, hay también historias de éxitos (y muchas).
Como a mí me gusta esto del cine no puedo dejar de mencionar a un «brother», que es un caso aparte. En un viaje a Los Ángeles 20 años después de mi retorno a El Salvador, hicimos una gira con Arturo Menéndez al sur de California y me llevó a conocer a un tal Héctor. Otro pajerito —dije entre mis adentros—, y le hice caso a Arturo porque ya me había hablado maravillas de este guanaco, y me insistió tanto que le hice caso. Pero como conozco a tanto casaquero en Los Ángeles, fui sin esperar mucho.
Mi sorpresa fue cuando manejamos casi una hora para llegar a una residencial de esos suburbios que salen en las series de Netflix (como Santa Clarita), entre más nos acercábamos fui cambiando mi chip, pues no era el típico vecindario del Valle o el este de Los Ángeles; y, efectivamente, llegamos a la casa del hermano de Héctor, Djorge (así se llama, no es error de ortografía), otro loco santaneco que migró a principios de los ochenta y que hoy es dueño de una empacadora de ensaladas nutritivas que le vende a las principales cadenas de supermercados de comida saludable. Les contaré su historia otro día.
Llegamos y los dos majes nos recibieron como unos caballeros, muy respetuosos, protocolarios, que a decir verdad me sacó de onda porque yo no acostumbro ser así cuando conozco a alguien. Pero, bueno, pasamos a la sala y comenzamos a charlar tocando los temas típicos: de dónde sos, cuándo viniste, cómo hiciste para entrar de mojado, cuáles fueron tus primeros trabajos, etcétera. Y ahí, en medio de esa charla, comencé a escuchar la historia de Héctor, quien humildemente comenzó a describirnos cómo putas fue metiéndose a trabajar con Panavision.
O sea, estamos hablando de la principal productora de ópticas cinematográficas del mundo, la que produce lentes hechos a la medida para los principales directores de fotografía no de Hollywood sino del mundo mundial. Y, ahí, yo sentado escuchando, alucinado, por sus anécdotas. Héctor es el técnico de Panavision que debe estar presente en las principales producciones, a la par de los más grandes cinematógrafos.
Finalmente, ya para terminar la noche y en unas de sus últimas confesiones, me hizo saber que a pesar de todo este tiempo de viajar y estar presente en un sinfín de «movies», todavía lo mueve el olor a tierra mojada de su querido redondel de la colonia El Palmar, en Santa Ana; y que por nada del mundo cambiaría los atardeceres de nuestras playas por las de Malibú o Santa Mónica, y que ya tiene sus maletas hechas para que una vez se vacune contra la COVID se vendrá a ensaguanar alguito con su coctel de conchas y ver si, finalmente, puede producir en nuestro país.
Salimos con Arturo sin decir ni una sola palabra hasta que llegamos a la intersección para virar rumbo al Hollywood Freeway. Le dije algo así como «realmente con este maje se hace más cierto aquello de los hacelotodo». Arturo me miró y con una sonrisa pícara me dijo «ya ves, no todos se quedaron a hacer micas y sociales chuecos». Tenía razón.
Posdata: Esta es el inicio de una serie de historias de guanacos que deambulan en el mundo conquistándolo y haciéndonos sentir orgullosos.
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