El 24 de abril de 1928 fue aprobado por decreto legislativo el Día del Maestro Salvadoreño, en honor del general Francisco Menéndez, presidente de la república entre el 22 de junio de 1885, tras haber liderado un movimiento militar en contra del Dr. Rafael Zaldívar, y el 22 de junio de 1890, fecha en que murió por una apoplejía y en el marco de una revuelta en su contra provocada por los hermanos Ezeta, según el historiador Carlos Cañas Dinarte. El general pasó a la historia como el principal reformador de la educación salvadoreña por su notable aporte durante su gestión presidencial. Fueron esas reformas liberales, gestadas desde la época de Zaldívar, las que rompieron con el modelo de educación pública primaria implementado a lo largo del siglo XIX e hicieron de la educación estatal una educación laica (Torres, 2017).
A lo largo de los 93 años transcurridos desde aquel reconocimiento, los maestros han librado múltiples batallas por su dignificación como profesionales responsables del proceso de enseñanza-aprendizaje que constituye la educación en cualquier sociedad. Los gremios magisteriales siempre han jugado un rol clave en las etapas de cambios sociales y han dejado huellas inolvidables en las luchas por un país más justo y humano. ANDES 21 de Junio, Bases Magisteriales, Simeduco, entre otros, son referentes ineludibles de la historia nacional.
Hoy, en tiempos de pandemia, justo es ampliar ese reconocimiento a los miles y miles de maestros que, sin tener experiencia previa, pasaron de la modalidad presencial a la educación no presencial, en todos los niveles educativos y a lo largo y ancho de todo el país. Si bien el ente rector de la educación pública fue dando lineamientos para que el año escolar no se perdiera, ofreciendo apoyos didácticos y materiales, lo cierto es que ha sido cada docente quien, desde su propia precariedad tecnológica y desde su vida privada, hizo los arreglos necesarios para mantener el proceso educativo en marcha.
La pandemia sin duda ha puesto en el tapete la gran necesidad de reflexionar sobre el papel de la docencia en el desarrollo de una sociedad, del aporte de los educadores en la sobrevivencia cultura y social de un país y de los grandes desafíos que como humanidad tenemos para no dejar que sean las fuerzas del mercado las que vayan definiendo lo que debe ser o no ser la educación.
Es el momento y la gran oportunidad de que las principales fuerzas vivas de nuestro país construyamos un diálogo alrededor de cómo seguir educando y para qué, qué cambios necesitamos en la concepción educativa, quiénes deben educar y a quiénes debemos educar. Este siglo XXI, con sus luces y sus sombras, demanda respuestas urgentes a preguntas básicas, pero como nunca, altamente complejas.
Hoy más que nunca recordamos a Paulo Freire que nos sigue inspirando con sus sabias enseñanzas: «Nadie educa a nadie, nadie se educa a sí mismo, las personas se educan entre sí con la mediación del mundo».