El despegue de Acapulco comenzó con la fascinación de los cuentos de hadas. Nada menos que doña María Félix y Agustín Lara, la pareja icónica del mundo mexicano del espectáculo, consagraron al puerto como la sede del jet set al elegir para su luna de miel, en los últimos días de diciembre de 1945, el famoso hotel Papagayo, en Acapulco. La magia ha sobrevivido pese a los avatares del tiempo: ¿Quién no ha traicionado gustosamente su pensamiento y puesto irresponsablemente su yo social al garete intentando emular al «flaco de oro»: «Acuérdate de Acapulco/de aquellas noches/María Bonita, María del alma/acuérdate que en la playa/con tus manitas las estrellitas las enjuagabas»?
Para comienzos de los setenta, más o menos 15 años después, los pensamientos traicionados no se ilusionaban con estrellitas ni esperaban a que la luna se volviese desentendida: «Estás insoportable/con tu vestido rojo/y con tu cara de ángel /te tengo puesto el ojo». Es el debut de un conjunto porteño, Acapulco Tropical, quien, y pese al boicot inicial de la RCA Víctor Mexicana, inaugura una nueva época musical con acordeón, guitarra eléctrica y pone a bailar primero al estado de Guerrero y de ahí a todo México con cumbias, chachachás, boleros. La Joya del Pacífico es definitivamente tropical.
Pero no solo existe el Acapulco rumbero donde las celebridades distraen su aburrimiento. A la construcción desaforada de hoteles y discotecas, bares y centros de diversión, acompañan en la sombra colonias de emigrantes de todas partes del país que carecen de agua potable, electricidad o alcantarillado. A finales de los sesenta aparece la guerrilla liderada por los nombres de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez Rojas que se baten con el Ejército. Todavía es la guerrilla foquista, contaminada de táctica marxista y de la moral cristiana del compromiso.
A comienzos del nuevo siglo, los adversarios del orden que disputarán el control del puerto y del estado serán más temibles y ubicuos: la familia Michoacana, el cartel de Sinaloa, el Jalisco Nueva Generación, el del Golfo, los Beltrán Leyva. «Guerrero», resumía Raymundo Riva Palacio en su columna de «El Financiero» de México: «De sí, es un estado de alta complejidad, posiblemente el más enredado del país, y de una sociedad de carácter muy violento, que anida todos los fenómenos sociales del país con una determinación y un nivel de violencia que no tienen parangón, por su amplitud y profundidad, en el resto de México».
En las últimas décadas del siglo XX comienza el declive de Acapulco. El descenso de su cenit se inicia, según Guillermo Osorno, con el anuncio de la ruptura de Luis Miguel, el mirrey, con Isabella Camil, hija de un gran empresario porteño. El novio abandona Acapulco y se instala en Miami. Pero el declive de Acapulco responde a la lógica del progreso que la encumbró: en ese momento el turismo crece más que las exportaciones. Es necesaria una nueva sede que se crea de la nada en el Caribe mexicano: Cancún. Las construcciones de hoteles crecen al compás de un marketing agresivo que celebra convenciones mundiales. Acapulco se democratiza para el turismo nacional: el Chavo del 8 y su vecindario toman vacaciones, alborozados e incrédulos, en el puerto.
Otis ha sido para Acapulco el apocalipsis. Ha develado todos sus males aparte de borrar en horas los recuerdos emocionales de generaciones. El desabastecimiento, los saqueos, la pura supervivencia confirman el fracaso del estado mientras la violencia organizada de los carteles en pugna le despoja de su condición de destino turístico. ¿Ha dicho Otis la última palabra?