Hace un par de días leí la autobiografía de Assata Shakur, activista estadounidense del Partido Pantera Negra y veterana del Ejército Negro de Liberación. Leer su testimonio detonó varias reflexiones alrededor del racismo en México. ¿Por qué me parecían tan cercanas aquellas imágenes de pobreza, donde imperaban los vecindarios descuidados, el consumo de drogas, una educación discriminatoria, una mentalidad de ataque entre los afroamericanos?
A pesar de la diferencia temporal, geográfica y racial que me separa de Assata, puedo afirmar que esas imágenes son dolorosas porque, aunque no soy negra directamente, provengo de la periferia, soy morena y soy de clase baja. Asimismo, reconozco que México padece un problema de racismo gravísimo que se evidencia de maneras distintas y cotidianas. En los barrios se observa en la infraestructura tan contrastante. Polanco, por ejemplo, cuenta con comercios limpios, con áreas verdes, con ciclovías, con buenos servicios básicos (agua potable, desagüe adecuado, luz), con hospitales, con grandes casas y con calles pavimentadas; mientras que a un kilómetro de distancia los escenarios se comienzan a percibir poco a poco más deplorables. Y esta situación incrementa en las periferias citadinas y en las provincias mexicanas, donde las lluvias arrasan con personas, casas y comunidades.
También, esa distinción racial se evidencia en el sistema educativo y de creencias que vamos interiorizando los mexicanos pobres, morenos, negros o indígenas. Se nos otorga una enseñanza de menor calidad —a pesar de que se vaya a una escuela privada en nuestras comunidades periféricas— y se nos inculca que «somos pobres porque queremos» cuando, en realidad, se nos niegan buenos trabajos por nuestra apariencia o porque no cumplimos con los requerimientos educativos de la gente blanca o «morena clara» rica. De igual forma, se nos enseña que está mal que tengamos hijos por falta de un buen futuro económico, social, educativo o ambiental, cuando realmente el problema de fondo es otro: en México se detesta ser/ver pobres, morenos, negros, indígenas… Somos tan racistas que nuestras familias degradan a nuestras parejas que perpetúan lo que somos (no blancos ricos) a través de frases del tipo «mejora la raza». No obstante, se condena que las mujeres no blancas ni ricas puedan abortar gratuita y seguramente.
Así, con la pandemia, este problema se ha potenciado. Es interesante cómo compartimos similitudes entre el caso de George Floyd y el de Giovanni, cometidos a mediados del año pasado: en ambos imperó el abuso policial y los prejuicios alrededor de ciertos tipos de personas por no usar cubrebocas. Sin embargo, nunca he visto que en barrios blancos ricos se juzgue o detenga a la gente por no usar cubrebocas o por organizar reuniones masivas o por atascar las calles comerciales. Incluso, nunca se condenó las actividades culturales mientras que se piensa que una pirámide recreativa e informativa en el Zócalo es un gasto innecesario en pandemia. El racismo mexicano es tan contradictorio que está tan interiorizado en nuestras actitudes, en nuestra geografía, en nuestro sistema.