La primera vez que vi mi rostro en un espejo después de haber sobrevivido a la operación radical de rescate en 2012 me asusté. Tenía la cabeza rapada y un esparadrapo que me hacía ver como una momia. Sin embargo, superada la impresión inicial, cogí una rasuradora y me quité los bellos que habían crecido en mi barbilla después de pasar poco más de 10 días en la unidad de cuidados intensivos (uci), una semana en cuidados intermedios, y tenía quizá poco más de una semana que me habían pasado a una sala aislada de Oncología.
La acción abrupta la ejecuté mientras mi hermano Armando, uno de mis familiares de los que velaban mi salud día y noche en el hospital, se movió en busca de comida. Después de lo observado en mi rostro, más que mi apariencia física, mi preocupación pasó por salir de ese cuarto oscuro al que me había conducido la ansiedad. Sin pensarlo dos veces, podría afirmar que fueron los días más terribles que anímicamente he pasado en mi vida. Cada visita médica se convertía en una luz de esperanza para salir del lugar, pero también en la más terrible decepción cuando escuchaba las indicaciones de que mi estadía sería para largo.
Cuando tenía fuerza para coger el celular y conseguía abrir mi ojo apagado por la tristeza, mensajeaba al director del ISSS implorando que me dieran el alta, y rogaba a cuanto amigo me visitaba que intercediera por mí para volver a casa, pero los médicos (cirujana plástica, cirujano oncológico, psiquiatra y nutricionista) temían que, yendo a casa, mi salud desmejorara, pero al final accedieron darme un alta asistida. El documento debíamos firmarlo la familia que correría con el cuido y la responsabilidad y yo para eximirla de culpa si algo pasaba.
Y así fue. Se firmó el alta, pero antes de mandarme con mi familia tuve que pasar por rigurosas pruebas para determinar que no pasaba o pasaría por un comportamiento bélico, y me expusieron a un espejo para ver cuál era la reacción que yo experimentaría al verme mutilado.
El día en que dejé el hospital de Oncología, lo hice clamando a Dios. Mi alma sumida en una oscuridad existencial me llevaba a la inexorable pregunta ¿quién soy? Y sin tenerlo claro, deseaba simplemente ser otro, ya que, aunque tenía mentalidad fuerte para mi ver, no me aceptaba incompleto.
En esos momentos quería estar viviendo otra vida, menos la mía. De ahí que ese 10 de octubre de 2012, que finalmente desocupé la cama de Oncología, mis plegarias eran para aceptar lo que era imposible en ese momento.
Al doctor Alejandro Hurtarte, el psiquiatra que me asistía, le intranquilizaba la idea de que entrara en una depresión profunda y que empezara a contemplar otras alternativas, como el suicidio. No lo pensé en ese momento, pero ahora creo que, sin saberlo, Dios ya obraba en mí, alejando de mí una idea tan radical y errónea como el suicidio. Eso ya era parte del milagro.
Sin embargo, el quién soy estaba ahí constante, infranqueable. En todo momento, cualquier realidad avivaba mi cuestionamiento. Recuerdo un día que acompañaba a mis hijos a ver una película de dibujos animados, en la cual el personaje principal —una pequeña lagartija— se preguntaba ¿quién soy? Luego se respondía a sí misma: «Podría ser cualquiera». Los que ven películas infantiles podrán acertar que se trata de «Rango», una aventura sobre el valor de asumir imposibles.
Había bajado más de 20 libras en menos de 30 días, y eso me preocupaba. Se trataba de una señal clara de un cuerpo vulnerable. A diario me palpaba las piernas para constatar que no se enflaquecieran más, y por el contrario, ansiaba que aumentaran su volumen.
Extrañaba comer y palear la comida, acto común que me había sido vedado. Los alimentos iban directo al estómago por medio de una sonda. Es un martirio tener a tu disposición un olfato culinario sin poderlo complementar con el sentido del gusto.
Le huía a la música, a las películas y a la compañía de personas. No soportaba ni siquiera la risa de mis hijos. El fútbol, que es mi pasión, no tenía sentido. El silencio era mi refugio para encontrar respuestas. Había perdido el deseo sexual, y lo admito sin reparos. Envidiaba vidas ajenas; como dije, quería ser cualquiera menos yo. Estaba despedazado, literalmente; no me reconocía, y veía mi cuerpo como un depósito del cáncer.
En muchas ocasiones quise ser Ángel, un sobrino de 23 años para aquel entonces que se sacrificaba cada noche trabajando, y con dos horas de descanso madrugaba para ir a la universidad. También envidié la vida de Beni, un hombre canoso que para ese tiempo pasaba de los 40 años y que hacía pequeños trabajos de fontanero para mantener su alcoholismo. No me importaba ser Beni con sus constantes zumbas. Prefería ser cualquiera menos yo.
Mis días eran largos y sin sosiego. Si estaba donde mi mamá, me cruzaba el corredor para pasar a la casa de mi hermano y a los tres minutos retornaba, una y otra vez. Cuando amanecía, ansiaba que llegaran las 6 de la tarde para tomar las pastillas antidepresivas y lorazepam para dormir, y en las madrugadas no veía la hora para que amaneciera.
Sin embargo, Dios y el tiempo curan. Oraba cada noche por recuperar mi vida, por recuperar los detalles que me hacían feliz. Oraba por salir de esa oscuridad del alma.
Así, la reconstrucción de mi rostro inició en abril de 2013, pero mi vida viene en reconstrucción desde que comprendí que Santiago Leiva es más que un rostro, es más que un cuerpo, y que mi verdadero yo es invisible a los ojos. Hoy la tormenta ha pasado, yo he renovado mis votos y esperanza, y cada día me aferro a la vida, a vivir sin ningún otro afán que ser útil.