En mi pueblito en el norte de Italia, como seguramente ocurre en todos los municipios salvadoreños, casi no se habla más que de los conocidos contagiados por el coronavirus, del número actualizado de los enfermos o de las normas sanitarias. Es predecible: como en muchos Estados europeos, el virus ha vuelto a difundirse a gran velocidad, y este rebrote nos preocupa a todos.
En la vida cotidiana, nuestra atención se enfoca en los objetos que ahora forman parte de nuestra existencia —como las mascarillas o el alcohol en gel—, que son, literalmente, unos «must have» para llevar siempre. A pesar de que los guantes ya no están «de moda» (la OMS no recomienda usarlos en los entornos comunitarios), la omnipresente mascarilla ha evolucionado hacia formas, colores, materiales y precios diferentes: una amplísima variedad que busca cuidar nuestra salud, cumplir las reglas y satisfacer nuestra vanidad y nuestro deseo de enseñar quiénes somos.
La pandemia y la demanda de estos artículos de protección encontraron a una Italia completamente desprevenida, y, en los primeros meses de la emergencia, muchísimas empresas convirtieron o adaptaron su producción para satisfacer la creciente necesidad de mascarillas que venía del Gobierno y de la sociedad. Si al principio era casi imposible encontrarlas —al igual que el alcohol en gel, la levadura o la harina—, ahora el mercado rebosa de modelos para todos los gustos. Pero ¿cuáles son las consecuencias para el medioambiente?
En mi país, inmediatamente surgió el problema de una cantidad inesperada de un tipo de basura que no puede reciclarse y que se acumula a diario en oficinas, escuelas, hospitales y, en definitiva, por todos lados. Según el ISPRA (Instituto Superior para la Protección y la Investigación Ambiental), en Italia, la producción total de basura ligada al uso de dispositivos de protección individual en 2020 llegará a un valor que ronda entre las 160,000 y las 440,000 toneladas. Los daños para el medioambiente parecen graves desde ya, pero la pandemia sigue su curso.
Las calles y los lugares públicos de mi país se han llenado de mascarillas que la gente, sin preocuparse por llegar hasta el basurero más cercano, simplemente tira al suelo. Parece un asunto irrelevante, pero no lo es. El Gobierno italiano incluso transmitió un anuncio televisivo para que la población tomara conciencia y las eliminara correctamente. Igual que a unos niños desordenados, algunos necesitan que mamá los regañe para que se porten bien.
Aunque solo es un pequeño ejemplo sobre cuánto desatendemos el mundo en el que vivimos, el problema de la nueva basura debido a la COVID-19 le viene bien a la humanidad para reflexionar sobre cómo tratamos el medioambiente. ¿Cómo queremos superar los grandes problemas de la actualidad si ni siquiera intentamos limitar los daños que cotidianamente le infligimos al planeta? ¿Qué nos cuesta, en este momento tan complicado, demostrar educación y respeto con gestos tan pequeños?
No nos olvidemos de que, antes que ciudadanos —italianos, salvadoreños o de cualquier nación—, somos seres humanos, y todo se lo debemos al medioambiente que nos rodea. Sabemos que estamos viviendo una emergencia sanitaria, pero recordemos que vivimos en un mundo que nosotros mismos hemos enfermado, y cualquier acción, aunque parezca insignificante, puede hacer que el paciente no empeore y, en el mejor de los casos, contribuir a su recuperación