Lo que Lenin, Mao y el Che Guevara decían querer forjar desde la izquierda, el famoso «hombre nuevo», era en realidad una mala copia grandilocuente de algo que ya la Ilustración y el pensamiento liberal habían perfilado: el ciudadano, ese ser humano con derechos civiles y políticos constitucionalizados.
Ese era el centro de la formidable construcción intelectual, política y moral elaborada de manera colectiva por los grandes pensadores del Siglo de Las Luces. Ese fue su sueño.
Por desgracia, la historia demuestra que los sueños más hermosos pueden transformarse en las más terribles pesadillas plagadas de crueldad y de sangre. Y esta no es solo una frase más o menos poética: es una realidad perfectamente verificable.
Ocurre que solo tres años después del triunfo del Proyecto Ilustrado y del liberalismo en Estados Unidos («We the people»), una facción de revolucionarios radicalizados logró imponerse y desnaturalizar por completo el ideal democrático en Francia.
Los radicales, encabezados por Maximilian Robespierre en el lado izquierdo del Parlamento (de ahí nace el concepto de izquierda política o ideológica), alegando la defensa de las conquistas sociales, impusieron desde el Estado el terror revolucionario como un método de control y sometimiento, primero de la oposición política, luego de toda la ciudadanía y, finalmente, de sus propios partidarios críticos o disidentes.
Las cabezas comenzaron a rodar, literalmente, desde una guillotina que no se daba descanso y que no cesó las decapitaciones, convertidas en espectáculos públicos, hasta que por fin, en 1794, el mismo Robespierre y sus compañeros «revolucionarios de izquierda» fueron guillotinados.
La revolución, como el dios Saturno de la mitología griega, comenzaba desde entonces a devorar a sus propios hijos, como después ocurrió en Rusia, China, Camboya y Cuba. Y todo en nombre de la defensa de las instituciones del Estado y de la democracia.
Pero no solo en Francia se desnaturalizó el ideal democrático. Otro tanto ocurrió en Estados Unidos, y en los países europeos que igual habían asumido las ideas liberales. Con esas ideas y con la industrialización lograron un gran desarrollo económico pero, en franca contradicción con el ideal democrático, torcieron el camino.
Esa grave distorsión tuvo que ver, sobre todo, con la tensión existente entre los imperativos de la libertad y los de la igualdad, que en teoría debían ser universales, aplicables a todo el género humano sin exclusiones.
Sin embargo en esos países desarrollados, por un lado, al interior, ocurrió la opresión abierta hacia las minorías raciales, así como el abuso por parte de los grandes propietarios hacia los trabajadores; mientras que por otro lado, en lo externo, se dio el dominio y la expoliación colonial de las naciones de la periferia semifeudal africana, asiática y latinoamericana.
Era la imposición del norte contra el sur, el abuso de los países centrales contra los países periféricos.
Desarrollo y riqueza para unos pocos, las élites; atraso y pobreza para las mayorías, los pueblos. La libertad del más fuerte se traducía en sometimiento del más débil.
Y también en todo ese largo proceso hubo crueldad sanguinaria. El problema es que toda exclusión y toda injusticia generan resentimiento y rencor, y conducen tarde o temprano a la rebelión de los oprimidos, a la guerra. (Próxima entrega: el caso latinoamericano).