Suele creerse que los grandes bancos centrales, como el de Inglaterra o la Reserva Federal de Estados Unidos, son propiedad de los gobiernos y que, por tanto, son esos gobiernos los que emiten y controlan el dinero en beneficio público. Pero no es así, aunque a las élites económicas de esos países les convenga mantener viva esa creencia.
En realidad, esos bancos centrales, creados según el antiguo modelo del Banco de Inglaterra, son controlados por pequeños pero muy poderosos grupos del sector privado y operan según la ley de la máxima ganancia, pero no en función pública, sino en beneficio directo de esos mismos grupos y de las corporaciones que se enriquecen a su sombra.
Comprender este asunto es imprescindible si se quiere saber el porqué de las grandes crisis económicas internacionales, que siempre están relacionadas en última instancia al tema de la emisión y el control del dinero.
Los creadores del concepto de Banco Central fueron los Rothschild, y fue precisamente uno de ellos, Mayer Amschel Rothschild, quien en 1790 pronunció esta célebre y aterradora frase: «Déjenme emitir y controlar el dinero de una nación y no me importará quién haga las leyes». Y, efectivamente, ya a esas alturas los Rothschild controlaban la banca inglesa, alemana, francesa, italiana y, de un modo indirecto, la de Estados Unidos.
Cuenta la historia que en 1781, hacia el final de la revolución independista estadounidense, Robert Morris abrió su propio banco central privado, al cual llamó Banco de Norteamérica, y que operaba bajo el modelo bancario impuesto por los Rothschild en Europa.
El Gobierno le permitió a ese banco utilizar el sistema de reserva fraccional, o sea que podía, como ya lo hacían los Rothschild, prestar dinero que no tenía y cobrar intereses sobre ese dinero inexistente, lo cual era un claro fraude o delito financiero.
Cuatro años después, en 1785, el mismo Gobierno estadounidense le negó el permiso para seguir operando. Uno de los políticos que impulsó esa negativa fue William Fidley, de Pensilvania, quien argumentó lo siguiente en el Congreso: «Esta institución, sin tener ningún principio salvo el de la avaricia, nunca abandonará su verdadero objetivo: acumular toda la riqueza, poder e influencia del Estado».
También Thomas Jefferson, otro de los padres fundadores de Estados Unidos, se oponía enérgicamente a la idea de un banco central privado, y por eso escribió lo siguiente: «Si el pueblo norteamericano permite alguna vez que los bancos privados tomen el control sobre la emisión de moneda, primero por inflación y luego por deflación, los bancos y las corporaciones que se enriquecen con base en esto despojarán al pueblo de toda propiedad, hasta que un día sus hijos se despierten sin hogar en una tierra que sus padres conquistaron».
Pese a esas dramáticas advertencias, los grandes banqueros no perdieron la batalla por sus intereses y se las arreglaron para que los políticos les permitieran seguir operando con sus propias reglas hasta el día de hoy.
Con este breve resumen, inicio una serie de columnas con el tema de los bancos centrales y la emisión y el control del dinero. El objetivo no es el mero recuento de una muy vieja historia, sino la comprensión del porqué de la gran crisis económica internacional actual.