En un promocional de CNN sobre su propio trabajo informativo aparece una de sus presentadoras emblemáticas diciendo más o menos lo siguiente: «Más allá de los temas sociales y económicos, el problema del autoritarismo en Centroamérica tiene una importancia vital».
Para la administración Biden, y para una buena parte de la comunidad internacional afín a los enunciados de Washington, El Salvador experimenta actualmente «un declive democrático», si no es que ya está en plena dictadura.
Hace un par de meses, una alarmada y compungida vocera de la casa encuestadora Latinobarómetro presentó una medición, según la que en toda Latinoamérica se registra un franco rechazo a la democracia por parte de las mayorías populares.
¿Qué está ocurriendo en realidad?
Efectivamente, en casi toda Latinoamérica vivimos un largo ciclo de atroces dictaduras militares que comenzó a declinar a finales de la década de los ochenta, y en la década de los noventa, también en casi toda la región, se abrió un esperanzador ciclo democrático con gobernantes civiles.
El problema es que aquella democracia no resolvió los problemas sustantivos de las grandes mayorías populares latinoamericanas. Por el contrario, lo que ocurrió en resumidas cuentas es que los ricos se volvieron más ricos, la clase media pasó a la pobreza y los pobres pasaron a la extrema pobreza.
Entonces, si la democracia es la garantía de la defensa de los intereses de la mayoría social, o es por definición más directamente el poder del pueblo, ¿qué clase de democracia es esa en la que los gobiernos favorecen a las élites y desamparan a las mayorías?
Sencillamente no es democracia, es nada más una simulación, un engaño.
No es verdad que los pueblos latinoamericanos rechacen la democracia, lo que rechazamos, después haber sido sus víctimas, es la mentira. Para entender esta verdad no hay que ser filósofo ni politólogo, basta con tener sentido común para darnos cuenta de que una cosa son las palabras y otra cosa son los hechos.
En el caso particular de los salvadoreños, las preguntas son simples y se responden solas. ¿Cómo puede ser dictatorial un gobierno que cuenta con hasta el 97 % de sólido y sostenido respaldo popular?, ¿cómo puede ser autoritario el presidente más respetado, admirado y querido por el pueblo en toda la historia nacional y que, por añadidura, es el mejor evaluado a escala mundial?
A nosotros la historia nos ha enseñado que los simuladores les llaman oro a las baratijas, pan al hambre y democracias a las oligarquías. Allá que en la ONU y en la OEA se sigan enredando en simulaciones y hermosas pero huecas palabras, nosotros seguiremos avanzando por el camino de los hechos.
Pónganle el nombre que quieran a la rosa, total, las rosas seguirán emanando su exquisito perfume. Por eso, cuando nos dicen que aquí hay una dictadura, nosotros, el pueblo, les respondemos sonriendo y con inmejorable ironía: pues qué bonita dictadura.