Si usted vierte un poco de agua caliente en un vaso con hielo, mezclando los dos extremos de la temperatura, dentro del recipiente se producirá un equilibrio precario o un efecto de suma cero, porque los dos factores opuestos se anulan.
Se trata de una operación en la que no se obtiene agua fría o caliente sino tibia, y ya se sabe que la tibieza tiene en la Biblia muy mala fama: «Y por cuanto eres tibio, te abominaré de mi boca», se lee.
Al traducir esa misma situación a términos políticos, el filósofo italiano Antonio Gramsci definió la crisis histórica como el momento en que lo nuevo no termina de consolidarse y lo viejo no termina de irse. Esto es exactamente lo que está ocurriendo en El Salvador desde el 3F de 2018.
El nuevo gobierno se esfuerza por hacernos avanzar, pero de manera simultánea el resto de los poderes del antiguo régimen se empeña en jalarnos hacia atrás y hacia abajo.
Esos poderes, encabezados y financiados por una pequeña pero muy voraz élite económica conformada desde mediados del siglo XIX en nuestro país, se condensan ahora en una franca alianza de los partidos políticos de derecha, centro e izquierda que nos gobernaron durante los últimos 70 años (PCN, PDC, ARENA y FMLN).
La vitrina de esa alianza antipueblo está en la Asamblea Legislativa con sus diputados corporativos, pero su centro de comando estratégico se encuentra en la ANEP y en Fusades. Esta aseveración, que hasta hace apenas un par de años era de manejo exclusivo de pocos intelectuales, se ha convertido ahora en una clara convicción popular.
Tanto es así que todos ellos, aun juntos y revueltos en esa alianza inédita, según las encuestas consideradas en sus números más conservadores, no llegan ni siquiera al 10 % de las preferencias; en tanto que nosotros estamos por arriba del 90 % (y repito que ese es el más conservador de los cálculos demoscópicos, ya que en varias de esas mismas encuestas la relación es 97 % contra 3 %).
En todo caso, nunca en la historia de nuestro país hubo un escenario político tan diáfano en cuanto a la línea divisoria entre un ellos (la élite) y un nosotros (el pueblo constituido en abrumadora mayoría política cohesionada). Nunca en nuestra historia una correlación de fuerza entre los bandos enfrentados fue tan abismal.
Es precisamente por esta razón que, aunque reconocemos este momento de transición como una crisis histórica caracterizada por un equilibrio precario «en el que los de arriba ya no pueden y los de abajo ya no quieren», el optimismo popular se respira en el aire, pese a los desesperados embates que en forma de zarpazos arteros sigue lanzando la bestia moribunda.
Además de la enorme brecha en la correlación de fuerza, el optimismo popular cuenta con un poderoso estímulo: la certeza de que esta crisis histórica tiene una fecha precisa e inminente de caducidad. El próximo 28 de febrero. Ese anhelado día por fin, y desde 1821, el tan sufrido pueblo salvadoreño se habrá redimido a sí mismo por la vía pacífica y democrática de las urnas.