El Instituto Universitario de Opinión Pública (Iudop) llevó a cabo un ciclo de encuestas de 2000 a 2016 cuyo propósito era medir el nivel de confianza que los ciudadanos tenían en las instituciones. Al estudiar esos resultados en retrospectiva puede verse con claridad cómo la reprobación a la institucionalidad iba creciendo año con año.
La constante era que la peor evaluación correspondía a los partidos políticos, la Asamblea Legislativa y la ANEP. Pero en paralelo también se iba deteriorando el prestigio de la presidencia de la república, del sistema judicial y del resto de las instituciones.
Era el sistema en su conjunto el que estaba siendo rechazado por los ciudadanos. Los que hicimos una lectura política de ese hecho objetivo concluimos que ya hacia 2016 existía una mayoría social antisistema, pero esa mayoría estaba dispersa y carecía de liderazgo y de programa político. Esa era la razón por la que una minoría reprobada, pero organizada en los poderes formales y fácticos, podía seguirse imponiendo.
A finales de 2016 y principios de 2017, luego de un recorrido político de apenas cinco años en las alcaldías de Nuevo Cuscatlán y San Salvador, el liderazgo de Nayib Bukele comenzó a tomar dimensión nacional y se volvió presidenciable. Ya todos conocemos los incidentes que enfrentó dentro del FMLN y cómo las circunstancias lo obligaron a fundar un nuevo movimiento político, erigido de manera explícita, no solo contra el régimen bipartidista, sino contra el sistema en su conjunto.
Con ese nuevo liderazgo y programa político, la mayoría social pasó de la dispersión a la cohesión y expresó su voluntad soberana y democrática en dos momentos históricos: el 3 de febrero de 2019 y el 28 de febrero de 2021.
La minoría elitista fue expulsada del poder y empujada hacia una situación residual de plena irrelevancia política. Y todo eso en un proceso totalmente pacífico y legal, aunque saturado, por parte del sistema en resistencia al cambio, de fraudes de ley y de prevaricaciones.
Ahora aquel nuevo movimiento ostenta la presidencia de la república, la mayoría legislativa y la mayoría municipal. Y en una operación de higiene política y moral, se apresta a regenerar por completo la institucionalidad y a reactualizar en función del interés general el pacto social condensado en la Carta Magna.
En definitiva, lo que ocurre en El Salvador es que estamos transitando del cambio de régimen bipartidista, que duró 30 años, al cambio de sistema oligárquico que duró 200 años. Ninguno de estos cambios ha sido improvisado, toda la ruta fue prefigurada, explicada, consignada y publicada en un programa político que se condensó en un plan de gobierno denominado Cuscatlán.
Salvo la velocidad y la efectividad de estos cambios, en el proceso político salvadoreño no hay ninguna sorpresa, ningún ocultamiento. Estamos haciendo lo que como Gobierno y pueblo dijimos abiertamente que queríamos hacer. Nadie puede negar esto sin faltar a la verdad, como nadie puede negar que este gran esfuerzo político y social, orientado hacia la transformación del sistema, tiene un solo objetivo estratégico: salir del subdesarrollo.
En este camino podemos flexibilizar o adecuar las soluciones tácticas en función de las circunstancias cambiantes, pero el objetivo estratégico es irrenunciable e inmutable.