Parte del Gabinete de Seguridad del Gobierno de Salvador Sánchez Cerén no estaba de acuerdo con la estrategia planteada por el ministro de la Defensa, David Munguía Payés, para combatir a las pandillas criminales.
Este planteaba que, por diversas razones (número de efectivos, falta de medios, equipo y armamento adecuado, entre otras), el Estado no estaba en capacidad de esa batalla y que, por tanto, debía optarse por una solución negociada, como la de los Acuerdos de Paz de Chapultepec, que permitiera asimilar políticamente al enemigo.
La parte policial de ese gabinete, si bien aceptaba con resignación el tema de la limitación de personal y recursos, planteaba dos alternativas distintas.
La primera consistía, de manera general, en organizar desde el Gobierno una fuerza paramilitar en todo el territorio nacional, es decir, armar a una buena parte de la ciudadanía.
La segunda alternativa era que los ciudadanos contrataran a vigilantes profesionales en los caseríos, cantones, las colonias y demás comunidades y el Gobierno subsidiaría de algún modo parte de los costos económicos.
Algunos de los que por entonces opinábamos sistemáticamente sobre el tema de seguridad en los medios de comunicación fuimos convocados a diversas reuniones discretas en Capres para ser consultados al respecto.
Resumo aquí cuál fue mi postura.
Las tres opciones eran inviables. Lo de Munguía Payés no era más que una siniestra insistencia en su fallida estrategia de tregua implementada por él mismo en el Gobierno de Mauricio Funes. No creo necesario hacer más comentarios al respecto.
En cuanto a la primera alternativa, se trataba de una réplica estúpida, pero no por ello menos perversa, de la famosa Organización Democrática Nacionalista (Ordeen), impulsada por el tristemente célebre general Chele Medrano en los años sesenta: un vil orejismo contrainsurgente.
La segunda alternativa, basada en el modelo de seguridad adoptado por las clases medias y altas en sus colonias y residenciales, era una simple extensión de la fracasada idea privatizadora.
En suma, en los tres casos el Estado renunciaba a sus deberes constitucionales y trasladaba el esfuerzo de solución a la ciudadanía.
Lo increíble es que la solución real se desprendía del mismo diagnóstico del problema que ellos mismos habían formulado: invertir para superar las deficiencias de personal (pie de fuerza), medios, equipos y armamento. Tan sencillo como eso.
Ah, pero es que esa solución resultaba «demasiado cara, muy onerosa para el Estado».
Todo venía a resumirse en la perversa confusión de dos conceptos muy distintos entre sí: gasto e inversión social. Y así nos fue, y así llegamos a los dramáticos índices de homicidios que nos convirtieron en uno de los países más violentos y peligrosos del mundo.
Tuvo que venir el presidente Nayib Bukele para que, comprometido con el deber constitucional y con el sentido común, diseñara y aplicara la estrategia correcta e integral contenida en el Plan Control Territorial: invertir no solo en la calidad y cantidad de la fuerza militar y policial, sino también, y sobre todo, en la calidad y la cantidad de los servicios públicos.
Al final no era algo tan difícil: bastaba con tener voluntad, inteligencia y decencia.