Alberto Díaz Zelaya nació en 1920 en Estanzuelas, departamento de Usulután. Desde muy joven tuvo dos pasiones: la lucha social y la pintura.
Siendo un adolescente tomó algunas clases en la academia de artes plásticas de Valero Lecha, pero al mismo tiempo participaba en los movimientos conspirativos contra la dictadura del general Maximiliano Hernández Martínez.
Rondaba los 20 años cuando, perseguido por el régimen militar, escapó hacia Guatemala y llegó hasta México, un país que aún olía a la pólvora de Pancho Villa y Emiliano Zapata, y que estaba presidido por el caudillo revolucionario Lázaro Cárdenas.
Era el México de los grandes pensadores, escritores y artistas de izquierda; el México embriagado de reivindicaciones nacionalistas y populares, de Mariano Azuela y Juan Rulfo, de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, el México de las muchas e inmensas bibliotecas y librerías, museos, galerías y salas de conciertos.
Ahí siguió Alberto Díaz su formación autodidacta como pintor y como intelectual revolucionario, ahí leyó y releyó a Marx y a los clásicos del marxismo, a los teóricos del arte y a los humanistas en general.
Cuando regresó a El Salvador, su hermano Antonio se había convertido en secretario general del Partido Comunista, y Alberto discutió con él, con Cayetano Carpio y Schafik Hándal el programa político.
«Ustedes están equivocados, no se puede pasar de sistemas agrarios semifeudales, como Rusia y China, como Cuba y El Salvador, al socialismo. Primero hay que industrializar, modernizar y desarrollar las fuerzas productivas del país», les dijo.
E insistió en que se trataba de un error conceptual producto de una mala interpretación. «Lean bien a Marx y entenderán que el socialismo no es un método para alcanzar el desarrollo, sino que es la consecuencia del desarrollo», les dijo. Pero no comprendieron esa idea luminosa y más bien lo acusaron de pequeño burgués y lo marginaron del movimiento.
Alberto Díaz siguió pintando y escribiendo su obra. Bocetó un gran cuadro con todos los presidentes salvadoreños. Alfredo Cristiani ordenó que a esa obra se le agregara la imagen de sí mismo e hizo que otro pintor firmara el cuadro. Ese cuadro está ahora en la Biblioteca Nacional.
Marginado, estafado, Alberto Díaz decidió retirarse en silencio a un remoto cantón de Estanzuelas, donde ha vivido sumido en la pobreza y como un exiliado en su propio país. Pero jamás dejó de pintar y escribir, de ser un hombre bueno, decente, humilde y generoso, un maestro lúcido, mi querido maestro.
Hoy, al cumplir 101 años, la nueva Asamblea Legislativa ha decidido reparar la gran injusticia cometida por el sistema contra este salvadoreño ejemplar y le concederá el título de Hijo Meritísimo de la Patria.
Don Alberto Díaz Zelaya se lo merece. Uno de los primeros en entenderlo así fue el presidente Nayib Bukele, quien con total discreción le ha brindado su ayuda personal en los últimos años.