Cuando el eje de confrontación se daba entre la izquierda y la derecha, el esquema tradicional era más o menos el siguiente: problema principal, problema secundario, problema colateral y problema doméstico.
El primero era el enemigo puro y duro, comunista o fascista; el segundo era el centrista que eventualmente podía convertirse en aliado coyuntural de uno u otro bando; el tercero era el contingente social o base popular en disputa, los indecisos; el cuarto era el sector más rezagado o problemático dentro de las propias filas.
En el curso del tiempo, y dentro de ese esquema bipolar, la política sufrió una doble distorsión: en un extremo se redujo a su aspecto puramente militar, mientras que en el otro extremo se redujo a su expresión puramente electoral. Lo militar y lo electoral son parte de la política, pero no son la política.
De esa manera, lo estratégico para los dos bandos pasó a ser la construcción de militancia (que luego degeneró en clientela) y la ganancia de votos (que luego degeneró en rapiña), en tanto que el principal factor de definición era el ideológico: o izquierda o derecha.
En 1989 se intentó la solución militar del conflicto, pero ninguno de los bandos ganó ni fue derrotado, lo cual implicaba que se había llegado al balance o equilibrio estratégico de fuerzas. Es entonces cuando se naturaliza la concepción de que la política es básicamente diálogo, negociación y pacto, y en 1992 se llega al acuerdo forzado por el empate.
Pero las distorsiones forjaron un modelo degenerativo en el que la gobernabilidad pactada entre las cúpulas se transformó muy pronto en gobernabilidad comprada, aparecieron los maletines negros y llegamos a punto muerto.
Y entonces apareció Nayib Bukele y en un solo movimiento estratégico sustituyó el «we the left» y «we the right» por el «we the people», y pasó de la construcción de militancia a la construcción de ciudadanía.
Así rompió el esquema tradicional y redimensionó por completo los elementos del tablero, sobre todo al cancelar la confrontación izquierda-derecha y al poner en su lugar la tensión entre lo nuevo y lo viejo, la decencia y la corrupción.
La política deja de ser entonces una mera y estéril rapiña por los votos y retoma su verdadero sentido de administración y solución de los problemas públicos. De lo que se trata es de un cambio radical de las reglas del juego.
Rebasados por la nueva realidad, los políticos tradicionales y sus seguidores o afines dentro de cualquier agrupación, incluyendo un microscópico sector incrustado en Nuevas Ideas o en su periferia, no entienden este cambio y se empeñan en seguir jugando con las reglas obsoletas del antiguo esquema. Por eso se equivocan una y otra vez.
A quienes sufren este desajuste les dedico una fina ironía que mi amigo Carlos Monsiváis hubiese dicho rascándose la cabeza y con una sonrisa socarrona a flor de labios: «O ya no entiendo lo que está pasando o ya pasó lo que estaba entendiendo».