La credibilidad nunca ha sido el fuerte de los partidos políticos en el mundo. La historia nos demuestra que los ciudadanos de cualquier nación no empatan con las instituciones que han dirigido o buscan dirigir las decisiones de país.
Esa ha sido la causa de la desaparición de grandes, medianos y pequeños partidos políticos, sin importar la mano millonaria que ha movido sus cunas. Lo cierto es que uno de los principales problemas fue, y sigue siendo, la lejanía con los intereses de la población versus la persecución de sus propios intereses y el de sus propietarios.
En El Salvador, después de la firma de los acuerdos entre la derecha y la izquierda que simplemente beneficiaron a las cúpulas de sus partidos políticos pero no al pueblo, que continuó sufriendo los flagelos de la violencia, se configuraron dos fuerzas para montar un sistema de privilegios para unos pocos, mientras las viejas instituciones —PDC y PCN— se devanaban para subsistir. Al final encontraron la fórmula para mantenerse vigentes.
ARENA y el FMLN aprendieron a convivir, a gritarse en público, pero a burlarse del pueblo en privado, despilfarrando los ingresos del Estado provenientes de los impuestos de los salvadoreños. La alternancia de su bipartidismo estaba garantizada, pues se aseguraron de que todas las instituciones protegieran lo establecido, ya que su credibilidad volaba por el suelo.
Como he mencionado en columnas anteriores, magistrados, jueces, fiscales, políticos, periodistas, religiosos y fundaciones comían en la misma mesa bipartidista, por lo que era impensable que algo o al guien rompiera semejante bestia de varias cabezas.
Ante eso, los salvadoreños se encogieron de hombros y, ni modo, se conformaron con el sistema detestable y corrupto al que fueron sometidos. La participación en eventos electorales no era una fiesta cívica, sino de costumbre, pues daba lo mismo votar por ARENA o por el FMLN.
Estos institutos políticos perdieron el rumbo de ser realmente instituciones intermedias entra la sociedad y el Estado, o entre la sociedad y órganos del Estado, a los cuales les plantean las reivindicaciones o las demandas, las iniciativas de ley o lo que fuera. Incluso, fundaciones y empresa privada tuvieron que tomar «partido» para garantizar ese sistema que les permitía hacer de El Salvador su hacienda.
Es a partir de febrero de 2019, cuando irrumpió el fenómeno político llamado Nayib Bukele, que la historia de país cambió e inició la cuenta regresiva de extinción de ARENA y el FMLN. Algo increíble para el mundo. Pero es el pueblo quien le puso batería nueva al mapa de prioridades.
Lo que está claro es que los salvadoreños no quieren ni pretenden regresar al pasado. Han manifestado rotundamente su desprecio a ambos languidecientes partidos políticos. Y todo apunta a que en 2024 recibirán la estocada final. Y eso lo entienden sus mismos alcaldes, sus cuadros, sus bases. Por eso, de forma continua vemos renuncias en ambas instituciones.
Más de la mitad de las alcaldías que ganaron entre ARENA y el FMLN en 2021 ya no las tienen. ¿Por qué? Porque las cúpulas los abandonaron hasta en situaciones críticas. Ahora, los que saltan de los dos «Titanic» buscan modernismo político y la forma de estar vigentes del lado de la gente.
Saben bien que, aunque hay partidos nuevos, varios de estos han seguido el guion fracasado de ARENA y el FMLN y aliado al bloque de oposición al Gobierno del pueblo, por lo que no son opción y también caminan a la desaparición.
Aunque es pronto, ya se ve la conformación de un nuevo mapa político, en el que el pueblo es y deberá seguir siendo el soberano que dicta las líneas de la historia que inició en 2019. Cuenta regresiva para tricolores y rojos. El telón está por caer.