Cuando pensamos en los conceptos que definen nuestro mundo moral y accionar ético, debemos tener conciencia de que el conjunto de significados y las representaciones que rigen nuestra mente tiene uno de sus orígenes culturales en Europa. Nuestro pensamiento occidental cimenta sus bases legales, políticas, filosóficas, artísticas, éticas, estéticas y religiosas en Roma, Grecia y Judea.
Estos tres cimientos se entrelazan y sobre ellos se levanta el gran edificio del componente europeo-occidental de nuestra identidad.
Nos resulta usualmente claro identificar aportes de Roma y Grecia a nuestra identidad occidental, pero ¿qué hemos aprendido del judaísmo? Entre otras cosas, la noción de amor universal, es decir, de una humanidad reconciliada entre sí y con su creador (misión en la que ha fracasado, por cierto).
Pero ¿cuándo Occidente se judaíza? Pues cuando Roma se convierte al cristianismo. No olvidemos que, después de todo, el cristianismo es un judaísmo reformado.
De esta idea, el cristianismo se deriva de la idea de igualdad universal. El judaísmo es exclusivo, es por raza, por estirpe; el cristianismo es inclusivo en su concepto primario. Pablo de Tarso, al helenizar el cristianismo primitivo, lo universaliza; gentiles y judíos pueden ser cristianos por igual.
Otras ideas evolucionaron de forma interesante de la mano de la conversión al cristianismo. Por ejemplo, hasta el siglo XII no se entiende el concepto de compasión entre Dios y los hombres en el sentido que ahora lo comprendemos. Es decir, en aquel momento a Dios se le pedía piedad en oraciones y letanías; hasta el día de hoy se recita: Señor, ten piedad. Un superior otorga piedad a un inferior, es decir, el inferior clama a su Señor y este evita hacerle el mal o aplicarle el castigo que se merece y que puede hacerle. Se implica entonces que Dios no puede tener compasión porque este es un sentimiento entre iguales, es sentir pena e identificación con los males y los sufrimientos del otro; y puesto que Dios no es igual al hombre, puede tener piedad, pero no compasión. Y en ese orden de ideas, en el pensamiento de esos siglos tampoco el hombre puede tener compasión hacia Dios, pues no hay mal ni sufrimiento en él.
Es con Francisco de Asís —el primer estigmatizado— que cambia el sentido de la iconografía del crucificado: «Compadécete de Dios, del sufrimiento de Jesús en la cruz. Compadécete de la pasión de Cristo». En consecuencia, si podemos entender el sufrimiento de Dios, es porque Dios ha entendido el sufrimiento del hombre primero y lo ha padecido. La compasión mutua vincula al hombre con su creador y se vuelve una premisa ética universal. La piedad entonces pasa a concebirse como inspiración de la compasión.
Schopenhauer se refiere a la compasión como fundamento de la moral, pues excluye el egoísmo como motivación de conducta. Incluso racionalistas como Descartes, Kant y Spinoza concluyen que, si el hombre no puede guiarse moralmente por la razón, que lo haga por la compasión, ya que es siempre preferible a la indiferencia.
Respecto a Nietzsche —para quien la compasión es debilidad, llegando incluso a escribir en «Así habló Zaratustra» que el exceso de compasión es causa de la muerte de Dios (un día se asfixió con su excesiva compasión, escribe)—, contaremos una anécdota ocurrida al final de su vida. Antes de perder el habla, se compadece de un caballo que está siendo golpeado, lo abraza y llora porque no puede tolerar más el sufrimiento del animal. Se dice que ahí pronuncia sus últimas palabras: «Mutter, ich bin dumm» («Madre, soy tonto»).
¿Puede un caballo compadecerse del sufrimiento de otro caballo? No lo sabemos con certeza. ¿Se compadece el león del animal que está devorando?
Es la conciencia la que se compadece, es decir, es cosa nuestra, humana, y es una extraordinaria fuerza moral.
La educación puede, y de hecho lo hace, deformar el sentido natural de compasión, insensibiliza. Los ejemplos sobran, pero quiero referirme al ejemplo por excelencia: las corridas de toros.
Nunca un acto de tanta crueldad se revistió de tantas consideraciones estéticas: desde el traje de luces hasta las pinturas de Picasso y la música taurina, tantas que hacen invisible el dolor. El público no puede ver el dolor, al punto de sobreponerse al sentimiento natural de compasión y llegar a convertir lo que pasa en la plaza en un símbolo de identidad cultural. Se ha enseñado a suprimir la compasión y a sobreponer la «estética».
Muchas sociedades y culturas que han existido han estado fundadas en romper la capacidad compasiva, en edificar el yo y al Estado sobre la falta de compasión. Esparta, por ejemplo. Pero lo mismo sucede con la cultura de violencia de las pandillas: la iconografía que usan se superpone al sentido de identidad personal y al de compasión hacia los demás. Causar sufrimiento se vuelve un símbolo de identidad y sus efectos un sucedáneo al respeto. Que el miedo no es respeto, pero se le parece; y con eso les basta.
¿Hubiesen penetrado en ellos estas ideas si hubieran recibido compasión, es decir, igual dignidad y no lástima ni desprecio de parte de su patria?
¿Qué es entonces la misericordia? Es sentir compasión por los que sufren, y motivados por ella actuar para aliviar ese sufrimiento. Esta acción, que como individuos y sociedad debemos tener, sí debe ser racional para llegar a las raíces del sufrimiento. Sin embargo, la compasión no puede ser excusa para la permisividad cuando la impiedad ya se ha constituido en delito y atenta contra la mayoría.
El punto es que, si no se está inspirado en la compasión, es muy difícil hacer un acto moral misericordioso de aplicación práctica en la educación e incluso en el ámbito legal. Kant decía que la regla moral es intelectual, que el acto moral es producto de la razón. Actúo de tal manera que la idea que preside la acción se sustente en una ley universal para toda la humanidad. Eso se puede y se debe hacer, pero ¿quiénes deben obrar así? Las instituciones —la primera de ellas, el Estado— deben ser racionales y justas, no movidas por pasiones, pero empáticas con las personas a las que sirven y les dan sentido.
En conclusión, los seres humanos debemos sustentar en la piedad nuestras ideas éticas para tener sentido de la compasión (empatía) y movernos a la misericordia, es decir, a nuestro actuar moral, de manera que todos nuestros instrumentos y medios busquen el bien común desde sus raíces más profundas.