Una de las tres personas más lúcidas con las que platiqué, muchísimo, los últimos cinco años, era un hombre sencillo y carismático que, hilvanando parábolas, hablaba como el pueblo habla y olía a añil recién salido de los obrajes de las tierras comunales. Aunque tenía méritos suficientes y conocimientos de sobra no buscaba altos cargos públicos, ni le importaban los títulos académicos colgados en la frente, porque esos chunches alejan a la gente. Era un hombre sencillo que se sentía muy cómodo junto a las personas sencillas que, sin importar el nivel educativo, tienen una definición del cariño que, por irrefutable, va más allá de este mundo… y del otro; esas personas sencillas, de colores festivos y ojos de nostalgia que, con cariño inenarrable y admiración cierta, lo saludaban en todos lados y, al reflejo, le regalaban su pan dulce, aunque se quedaran sin cenar.
Su nombre completo era José Dagoberto Gutiérrez Linares, pero le gustaba que lo llamaran don Dago. Era un sagitario de pura cepa y de señas conocidas en todo el espectro político, quien, con un estilo campechano, peculiar e incisivo apuntó sus flechas contra la injusticia social y la maligna estupidez política que, sobre la sangre derramada por el pueblo en busca de la democracia, llevó a los filibusteros de la revolución social a cometer la traición más grande de la historia. Fueron densas las horas de plática que tuvimos sin que hubiéramos estado, cara a cara, ni una tan sola vez, ni hubiéramos intercambiado una miríada de mensajes secretos a través de redes sociales, telegramas, correos clandestinos, cartas escritas a mano o palomas mensajeras. Lo que nos hizo entablar esas charlas de largo aliento —sin conocimiento de efectos— fue el instrumento más fascinante de la cultura: la lectura.
A las once y quince de la noche del siglo XX, cuando don Dago sintió que el olor a ciprés panteonero, adobado con la herrumbre de la corrupción, asomaba sus narices por las fronteras Las Chinamas, El Amatillo y Comalapa, se sentó frente a una cámara de televisión, puso la cara seria propia del indignado, sacó de un librito azul mil novecientas noventa y dos palabras ásperas y, sin pausas, empezó a hablar del monstruo de la traición que, oculto tras una máscara roja, vagaba por las calles y las arcas del Estado.
Muchos años atrás, cuando la oscuridad y el frío letal de la dictadura militar se paseaba por los cuatro puntos cardinales, tiñendo de sangre el asfalto y los cantones, salió de su casa sin más equipaje que una utopía social bien dobladita junto a los pañuelos, recogió, uno a uno, los sueños de justicia social que, agonizando, estaban tirados en las esquinas sospechosas y, con un ademán de mago pueblerino, los puso bajo su camisa para impedir que el frío les metiera los colmillos y les provocara una muerte segura. Debajo de su camisa, de colores fulminantes y figuras prehispánicas, el calor de su espíritu de revolucionario a toda prueba obraba el milagro de la resurrección de la motivación social. No lo hizo para vanagloriarse o para conseguir un puesto en la historia, lo hizo para proteger el pan de cada día de su pueblo, con la soltura de quien, para proteger la vida, propia y ajena, aprendió a pensar diferente y a decodificar la revolución social desde la cotidianidad.
Con el paso de los años, después de la firma de unos acuerdos de paz que, en el fondo, eran un pacto para robar y desatar una guerra social de pobres contra pobres, se fue convirtiendo en un denunciante feroz de la traición más grande de la historia. Y, entonces, se puso a cavar la tierra para desenterrar a los muertos sin lápida; cortó las palabras en pequeños trozos de leña seca, para encender la hoguera de la esperanza colectiva y evadir el frío de la corrupción de la hiena de dos cabezas que intimidó al país durante 30 años; fue todos los días al pozo de las ilusiones populares, que estaba en la finca del oligarca y era custodiado por los rojos gendarmes de la derecha, para acarrear, en sus hombros, el agua que reverdece las ilusiones y lava las traiciones.
Venciendo el miedo nocturno de los matarifes, salía de madrugada a leer un libro sobre revoluciones con cambios revolucionarios y, bajo las ramas de un amate, se ponía a buscar la Polaris, con la misma ilusión de un niño que sueña con que le salgan alas para volar al cielo cóncavo de la justicia social. Y después, con la estampita de san Agustín como confidente, recogía una hoja y se ponía a hablarle con palabras mundanas que ella comprendía y, de súbito, se le aparecía la estrella que lo llevaba a casa: la utopía social de puertas abiertas, de par en par. Así, mientras el sueño atracaba en las casas humildes, el aire se llenaba con las leyendas y los espectros de lucha que lo seguían, día y noche, para no dejarlo solo en su labor de pregonero de la verdad. Un infatigable rumor de memorias rasgándose los olvidos lo mantenía despierto, hasta altas horas de la noche, para darle tiempo de que cantara las canciones de cuna con las que, hablando de comedores sin platos vacíos ni fraudes electorales a la cuchara, el pueblo conciliara el sueño al son de los grillos que imperan en la noche. Supe que, cuando todos dormían, don Dago seguía relatando las viejas hazañas para no dejar de responder ninguna pregunta que quedaba en suspenso.
En estos seis años, en este tiempo que nos pertenece a todos, porque estamos expulsando a los monstruos del pasado, no se necesita decir que don Dago se convirtió en el señor de la política que se reinventó a sí misma en el trajinar de las hormigas. Cuando, antes de que cantara el gallo, la gente ya estaba en la parada de buses para ir a su trabajo, don Dago ya estaba poniendo en marcha el país cotidiano con sus palabras, poniendo en marcha los sueños que lo hacen un lugar tan bonito que da tristeza morirse. Los hombres sencillos y excepcionales no tienen miedo de morir, les da tristeza morirse porque no podrán ver cómo las pesadillas se convierten en una mariposa revelada que no pudo despedirse de ellos.
La última vez que lo vi estaba sentado esperando ser entrevistado, y me pareció que, con el amor que se les tiene a los hijos, les decía a sus palabras: «háganlo bien porque esta es la última vez».
Ese fue don Dago, el hacedor del milagro de la motivación social, el pastor de las palabras sin miedo, el contador de leyendas sobre santos y demonios, el hombre sencillo y afable que, al presentir la llegada del escuadrón de su muerte, se despidió de sus palabras, una por una, abrazándolas y arreglándoles el pelo con tristeza, porque sabía que sería la última vez que las diría.
Don Dago, el intelectual sencillo, cuyo silencio será el mayor escándalo de las palabras.