En los últimos años —que empiezan a contarse, uno a uno, desde el 16 de enero de 1992— hemos vivido leves pausas de regocijo y hemos sufrido, en carne viva, una enorme cantidad de desastres naturales, político-sociales y económicos, desastres que —más allá de toda duda razonable, estirada a lo largo de tres décadas— nos han probado como seres humanos y nos han reprobado como seres sociales; al menos fue así hasta que supimos cómo aprobarlos, «summa cum laude», bajo el conjuro de la paradoja de la tolerancia de lo intolerante, la cual se ejerce a ambos lados de la historia: el de los opresores y el de los oprimidos, aunque estar en uno de esos lados es una cuestión de fechas.
Tres décadas es mucho tiempo para afinar la reflexión crítica y, sin embargo, hay ocasiones en las que, sin que la sociología sea la culpable, no sabemos distinguir unas cosas de otras, razón por la que, a veces, lo que es un peligro civilizatorio lo vemos —y lo vimos— como algo extraordinario, provechoso e ineludible, y hay otras ocasiones en las que cambiamos la forma para no cambiar el contenido (cambiar todo para no cambiar nada, esa es la táctica), como cuando se reitera en los paradójicos cursos de acreditación docente que «el aprendizaje significativo es la mejor opción para desarrollar integralmente las competencias cognitivas superiores y socioemocionales del estudiante», pero se evalúa a los participantes con exámenes estandarizados que —de forma antiética, patológica y contradictoria— privilegian lo memorístico, dicotómico e irrelevante, y hasta se les amenaza con reprobarlos.
Y así, sin saber a veces si las cosas son convenientes o no, en los últimos años hemos visto el crecimiento exponencial de la llamada inteligencia artificial que nos amenaza, en serio, con hacernos invisibles y estúpidos si la dejamos mandar. «Inteligencia artificial», eso suena extraordinario e inocuo, pero la cosa cambia cuando vemos y comprobamos sus efectos nocivos en todos los tipos de inteligencia de las personas, algo similar a lo que sucedió cuando nos sonaba extraordinaria y buena la frase «acuerdos de paz», hasta que descubrimos que, depredando la inteligencia política del pueblo, solo fue un pacto entre victimarios para iniciar, con sangre y dolor, una nueva guerra social de pobres contra pobres.
En el mar tenebroso de esos desastres (tecnológicos, políticos, históricos y educativos; remotos y actuales; sociales y económicos) flotan a la deriva los valores tremendamente humanos que signan nuestra identidad —esas virtudes que algunos inmorales llaman «valores morales»— para darles consistencia y pertinencia a la cultura política democrática; las ciudadanías, como expresión concreta de dignidad e igualdad social, más allá del calabozo de la Constitución; la reinvención del país, sobre las cenizas heredadas.
Ciertamente, los victimarios políticos, económicos, pedagógicos y tecnológicos promovieron —y promueven, hoy, con la máscara de oposición negacionista o con el maquillaje del oportunismo— daños infames a la sociedad, a las personas, a la memoria, al intelecto y al patrimonio cultural. El punto de intersección de todos esos daños es la crisis de existencia social, algo que nosotros conocemos muy bien porque la sufrimos con las manos atadas. Muchos de esos daños son irreparables y todos ellos pueden renovarse —o sea, seguir asomando las garras para provocar una nueva crisis de existencia social que, «per se», le abra las puertas al pasado para que vuelva a pasar— si no se erradica la infinita red de corrupción que dejaron institucionalizada y montada, en todas las instancias del Estado, los dos partidos que, de la mano, fueron los autores intelectuales y materiales de la traición más grande de la historia.
Pero, partiendo de la premisa de que toda crisis tiene el desenlace que el pueblo elija —cuando se sabe y comporta como constructor de la historia, no como su sufridor—, puedo afirmar que las crisis de existencia social, los desastres de amplio espectro, los daños reversibles e irreversibles y las cruentas traiciones que como pueblo sufrimos van a tener como desenlace —luego de salir de la pesadilla— la reinvención del país a imagen y semejanza de una utopía social inconclusa, cuya síntesis es tan simple como fulminante: que lo público sea mejor que lo privado… y que siempre esté al alcance de todos.
Lograr lo anterior no es fácil, ni es una línea recta inmutable y unidireccional, y nos exige que recobremos los valores democráticos que fueron maleados por la vileza de los corruptos consuetudinarios; nos exige que, sin anestesia, le quitemos los colmillos a la voracidad económica que minimizó el salario mínimo, nos expropió servicios públicos y, para terminar de joder a quienes ya estaban jodidos, nos condenó a seguir siendo los eternos indocumentados y expulsados; nos exige que le espulguemos los olvidos a la memoria; nos exige que usemos la epistemología, la narrativa y el pensamiento crítico de las víctimas, no las de los victimarios; nos exige que no convirtamos en número a las personas; nos exige que hagamos prevalecer las presencias sobre las ausencias; nos exige que nos conozcamos y nos reconozcamos como seres humanos y no como espectros, súbditos o apéndices de la tecnología.
El 16 de enero es la fecha propicia, por su nueva cabalística y simbolismo, para convertir en certidumbres las incertidumbres de Mafalda, para convertir en sueños las pesadillas de Dante, para convertir en agua bendita la sangre derramada, para convertir el presente en futuro.
Sabemos —de vistas y oídas… y tocadas— que todo descubrimiento implica perderse varias veces en el camino, pero tenemos la ventaja de que nosotros sí sabemos con absoluta claridad cuál es la ruta que no hay que volver a transitar, y siendo así, todos los pasos y regresos son avances. Y cada breve descanso que tomemos para evaluar lo hecho, cómo lo hemos hecho, por qué lo hemos hecho y para quién lo hemos hecho será una buena excusa para pedirle al señor zapatero que le renueve la suela a los pies; para pedirle a la metáfora que se imponga a los verbos coercitivos, para cambiar el Código Penal por 200 poemas de amor y una canción esperanzada; para pedirle al oído que no escuche las palabras necias de los necios que, disfrazados de historiadores benditos y forenses, quieren que los victimarios nos vuelvan a victimizar; para pedirle a las venas rotas que remienden sus cortaduras con el árnica y aloe vera que crecen en el patio de las abuelas que no son desalmadas; para pedirle al laberinto del imaginario que se sacuda la soledad.