En la historia de nuestro planeta, el agua no apareció en los primeros momentos y no se tiene aún certeza sobre su origen. Tal parece que está vinculado a asteroides que llegaron al planeta de lo profundo del espacio sideral, los cuales portaban hidrógeno y oxígeno en las proporciones adecuadas. Lo cierto es que la vida, por lo menos para los humanos, no se explica totalmente fuera del agua.
Hasta ahora se piensa que la vida se originó en sus formas más mínimas, quizás unicelulares, en las profundidades de los océanos. Estas formas de vida oceánicas poblaron después la tierra, hasta que en el período Cuaternario, mucho después de la extinción de los dinosaurios, empezaron a aparecer los primates, hace más de 12 millones de años, y al final, la especie «homo» produjo al «homo sapiens», a la cual pertenecemos todos nosotros.
Desde los momentos iniciales del salvajismo, y pasando por la barbarie hasta la civilización, poseer agua y controlar sus fuentes ha sido una imperiosa necesidad para sobrevivir. Por eso, las grandes civilizaciones de las que tenemos noticias, como la egipcia, la mesopotámica, la griega, persa y la romana, se han construido teniendo a su base grandes ríos que aseguraron la vida, el abastecimiento de alimentos, materias primas y, avanzado el tiempo, el comercio, así como el transporte de grandes ejércitos.
Cuando aparecen las primeras formas de división social del trabajo y se destruyen las comunidades primitivas basadas en la propiedad y el usufructo común, al producirse la gran revolución neolítica, con la agricultura como eje central de la vida, aumentó la producción de alimentos, creció la población humana, y la vida nómada y trashumante empieza a ser superada por la vida sedentaria, propia de los agricultores.
Esta confrontación es la que aparece en el relato bíblico del paraíso que la cultura hebrea nos presenta en su Biblia. Los que son expulsados de este paraíso son los que inician la civilización basada en la agricultura. El desarrollo de esta agricultura exigió el control de territorios aptos para la siembra y la cosecha de granos para el alimento: trigo, cebada, arroz, entre otros.
Todo este proceso exigió la apropiación y el control de las fuentes de agua, así como el control de los territorios cruzados por ríos, considerados vitales por las civilizaciones que crecieron en sus orillas.
El ejemplo más clásico de esto es el río Nilo y el poderoso imperio egipcio que se levantó a sus expensas. Con toda razón, el historiador griego Herodoto decía que Egipto era un regalo del Nilo.
En este proceso histórico se observa que el agua adquiere desde un principio de la civilización humana un valor geopolítico y un poder que era atribuido a los dioses, de tal manera que los propietarios eran también protegidos por esos dioses. Así ocurrió durante la esclavitud, el feudalismo y en el capitalismo, en su forma actual de globalización neoliberal.
En estos tiempos hay Estados, y algunas fronteras de esos Estados son delimitadas por ríos, y en otros casos, por lagos. Para este capitalismo, el agua no es, en ningún caso, un bien natural producido por la naturaleza que nunca podrá producir ninguna empresa capitalista.
Para este mundo mercantil el agua es una mercancía, aunque no se produzca por ninguna actividad empresarial, porque teniendo un valor de uso fundamental para la vida en general puede tener, por eso mismo, un valor de cambio. Es decir, que puede ser intercambiada por otra mercancía llamada dinero.
Todos los seres vivos que necesitamos agua para vivir dejamos de ser humanos frente al mercado y pasamos a convertirnos en clientes, sin ningún derecho a exigir nada, frente a un mercado todopoderoso, dueño también del Estado, que llega a ser, a nivel planetario, sometido por esas garras financieras, bancarias y mercantiles.
En esta relación de los humanos con el agua se encuentra el fenómeno del poder y la ganancia. Sabido es que se necesita agua para producir armas, medicinas, maquinaria de todo tipo, aviones, para construir edificios y ciudades, complejos militares, y todo lo relacionado con el poder. Por eso, la relación del agua con la humanidad deja de ser una relación humana, fundamental para vivir, y pasa a ser una relación de comercio que no es controlada por nadie. En esta ecuación de comerciantes, siempre se pierde de vista que el agua requiere condiciones específicas para producirse y mantenerse.
Por ejemplo, el ciclo hídrico, en el que intervienen la lluvia, el sol, el bosque, los océanos y los vientos, funciona adecuadamente en cada país. Solamente así las lluvias alimentarán los mantos acuíferos y los bosques de donde los seres humanos tomarán el agua para beber. Al final, las industrias tomarán el agua que necesitan después del aseguramiento de la biodiversidad y del riego para la agricultura.
Esta lógica ecológica que asegura la supervivencia de las sociedades humanas ha sido totalmente trastocada por el mercado, y esta agresión a la vida se hace diariamente en nombre del progreso. Se presentan como grandes proyectos urbanísticos o la construcción de carreteras impresionantes. A todo esto se le llama progreso, ante el cual, como se viene enseñando, ningún ser humano puede oponerse, aunque después de cada proyecto espectacular haya menos agua para beber, menos árboles en los bosques, menos fauna y menos flora; en consecuencia, más pobreza humana.
Todo este espectáculo se sustenta en una política que establece el principio según el cual la economía es más importante que la ecología, y todo gira alrededor de esta filosofía.
Esto significa que aunque se establezcan legislaciones que regulen el uso del agua y la relación de los seres humanos con esta, las leyes no coinciden con la política que realmente se está ejecutando minuto a minuto en todo el pequeño territorio de nuestro país. Por eso, lo primario y fundamental es la definición de una política estatal que establezca las líneas maestras de la relación del agua con el poder económico, con la sociedad humana, con el Estado y la naturaleza.
En tanto esto no sea establecido de manera clara, toda legislación no incidirá favorablemente en el juego de la vida a favor de las personas.
Como estamos viendo, el agua ha pasado de ser un problema determinante para la vida humana y la vida en general a ser un problema económico por la riqueza que la posesión del agua supone. También es, actualmente, un problema político que presenta la naturaleza democrática o antidemocrática de un Gobierno.
Para ciertos países, como el nuestro, el uso del agua requiere medidas más urgentes y más inteligentes, ya que la factibilidad de nuestro país depende del río Lempa, del cual depende, a su vez, todo un sistema de cuencas hídricas que irrigan el territorio. Por eso mismo, toda política hídrica necesita partir del tratamiento a las márgenes del río, así como de la regulación de los desechos de toda clase que lo contaminan, del uso de sus aguas para riegos y otros menesteres, del control de sus desbordamientos; de tal manera que resulten benéficos para las comunidades que viven en sus cercanías. Todo esto requiere de un Estado que no puede ser siervo de un mercado, sino mandatario de un mandante que le ha dado los votos necesarios para abordar y resolver estos problemas que amenazan al país y a su pueblo.