«En estos días, si tienen a su madre, padre, hijo, hermano, amigo o al ser querido que sea, traten de estar bien con ellos en vida, porque, sin ánimo de ser trillado, la vida se pasa volando».
Mi amigo don Mario González me dijo que el amor de una madre nunca muere, y sus palabras fueron quizás el consuelo más grande que encontré cuando hace casi un año, mi mami pasó a mejor vida.
Sí, la felicidad más grande que puede existir en el mundo es cuando nace un hijo (Luis Andrés, 21 años; Matteo, de siete). Y también el dolor más grande del universo es cuando se va tu madre (María Zoila, de 65 años). Una y otra cosa ponen a prueba el alma.
En estos días que se conmemora el Día de los Fieles Difuntos es que se me vino un tremendo conflicto emocional, en el sentido de que si iba o no a visitar la tumba de mi madre, como es la costumbre.
De pequeño, cuando murió mi papá (Abel María Dionicio Castro, que en realidad era mi abuelo, 70 años), iba al cementerio pero con un azadón y una pala en mano para tratar de ganar dinero arreglando tumbas.
«Le tumbo, le tumbo», anunciábamos para que nos contrataran y, a fuerza de ser sincero, en los años que fui, me dieron trabajo una o dos veces. Luego pasé años sin ir a un camposanto, primero porque no es un lugar que me llame la atención y porque creo que hay que ser con la gente en vida. Pero recién hace un par de años volví con la muerte de mi mamá (María Zoila, que en realidad era mi abuela, 100 años). Sin ella saberlo, la hice famosa porque subí una foto al Facebook tomándose una Coca Cola a sus 99 años, y yo, más que ella, disfrutaba cuando se tomaba la mitad de una Pilsener en las celebraciones. «Tristoso», me diría.
Por cierto, mi madre y mis abuelos han sido enterrados en el mismo sitio y es como si hayan vuelto a juntarse en casa en la otra vida.
Pero mi conflicto sigue allí, si ir a visitar su ahora aposento sagrado donde descansan los tres. Al hablarlo con Claudia, mi hermana, no me ayudó mucho porque está igual o peor que yo. Carolina, mi otra hermana, tiene la excusa de que no está acá porque vive en Estados Unidos.
Aparte, este tipo de conmemoraciones casi nunca me han gustado porque llega un momento en que lo comercial supera lo divino, como también sucede con la Navidad, el Día del Padre, el Día de la Madre o el Día del Amor. «Sos un Grinch», me reprochaba la Zoya, como siempre llamé a mi madre.
Ya veré si al final del día voy o no al cementerio. Lo único que les puedo decir es que si tienen a su madre, padre, hijo, hermano, amigo o al ser querido que sea, traten de estar bien con ellos en vida, porque, sin ánimo de ser trillado, la vida es muy corta.
Con don Mario, que venía de pasar algo similar cuando murió mi mamá, nos va quedando pendiente la plática que, con las personas que amamos, cuando parten, hay de una u otra forma comunicación, lo que te genera una tremenda alegría. El amor nunca muere.