Contar mi historia de vida y mi lucha contra el cáncer en las páginas de «Diario El Salvador» me reabrió un torbellino de emociones: algunas de pesimismo, pero en su mayoría de esperanza, y sobre todo me hizo recordar que Dios ha estado hoy y siempre conmigo, y que el cáncer (que espero no vuelva más) fue un buen maestro.
Así, después de haberles llevado capítulo a capítulo el libro «A medio rostro, una historia de milagros», no me queda más que despedirme con entera satisfacción y si acaso la esperanza de haber tocado el corazón de alguien para que descanse sus problemas y dificultades en la fe.
No quiero cerrar estas publicaciones sin antes recapitular, remarcar o poner sobre el escenario algunas situaciones que marcaron mi camino, un destino espinoso que, sin embargo, estaría dispuesto a recorrer, porque al final entendí que todo lo que sucede tiene un propósito.
Quizá les resulte extraño leer esto, pero desde que me enteré oficialmente de que el cáncer habitaba en mí, a finales de la década pasada, me empujó a llevar una vida mucho menos pecaminosa, a despojarme de las envidias, de los afanes, de los intereses banales. Me empujó al camino de la fe, pero fundamentalmente a darle el valor real a la vida y a los pequeños detalles que la rodean.
Lo anterior no significa que llevara una vida desordenada o llena de vicios, pero sí una plegada de absolutismo, lejos de la fe cristiana, cargada de vanidades cotidianas y de desprecio hacia esos detallitos que solo una enfermedad con pinta terminal ponen en relieve.
Extraoficialmente compartí mi vida y mi cuerpo con el cáncer desde los 12 años; y hasta 2010, que mi rostro ya había sido mutilado por no menos de tres veces, mi anhelo siempre fue entrar y salir del quirófano con una cara nueva y sonreírle a esa gente que en más de una ocasión «se burló» de mi martirio físico.
Mas nada de eso sucedió: mi soberbia, mi sed de revancha si se quiere, y anhelos por lucir rostro nuevo pasaron a planos nulos desde el mismo instante en que la palabra «cáncer», como diagnóstico, se hizo oficial en mi vocabulario. Fue la primera gran lección de humildad que recibí, y ante quejas supe que, al igual que en el conflicto armado, debía luchar y correr por mi vida.
Las otras lecciones las aprendí con alguna vergüenza en los hospitales que me hospedaron: supe el valor que tiene poder movilizarse hacia el sanitario, el poder llegar hasta una pileta y tomar una ducha, o la importancia de poder ingerir un alimento por la vía oral.
Para ese tiempo, y sobre todo en 2011-2013, con todo y en lo que pude reparar, mi único aliciente fue estar con vida: el haber resistido a una operación (en septiembre de 2012) de pronósticos poco alentadores, en la que los mismos médicos solo calculaban un 14 % de éxito.
La intervención radical destruyó mi rostro (ojo derecho, boca y nariz), me embarcó y me llevó por un túnel negro de negación y desesperanza del que únicamente se sale con el favor de Dios. Tuve pastillas, psicólogos y psiquiatras, pero mi resplandecer y mi vuelta a la emotiva vida del pasado lo encontré en el mismo ser, y en las palabras que en sueños creí escuchar de Dios.
Recuerdo la noche que llegó a mi mente que Santiago Leiva era más que un rostro, que era más que un depósito del cáncer. Me valió el sentir que Santiago Leiva era el ser que llevaba por dentro, y desde ahí confeccioné mi propia estrategia para salir de la oscuridad.
Mis emociones vitales las recuperé vendiendo zapatos usados. Inicialmente comencé visitando establecimientos de «ropa americana» para cubrir mis necesidades, pero luego la compra se me volvió vicio. Comencé con un emprendimiento sin resultado económico, pero efectivo como terapia para curar mi ansiedad y sacar al cáncer y sus secuelas de mi mente.
Había ocasiones en que compraba zapatos a $7 u $8 y al final terminaba vendiéndolos en $5 o dándolos fiados. Lo importante era que lo adquirido se agotara para que cuando fuera el «bendito jueves» de ofertas yo tuviera los recursos suficientes para arrancar una nueva gira por las ventas de ropa y zapatos usados del centro capitalino.
Las verdaderas giras llegaron cuando mi cuerpo y mente estaban sanos: pude recorrer en 2015 varias ciudades de Estados Unidos y llevar con mi libro «A medio rostro» un granito de fe a diferentes iglesias. A lo largo de cinco años también he compartido mi experiencia con jóvenes estudiantes de distintas universidades, y aunque me queda muchísimo camino por recorrer en el campo de la reconstrucción de mi rostro, puedo decir que hasta aquí Dios ha sido bueno.