El lenguaje nos permite imaginar, crear, construir las convenciones que nos rigen, resolver diferencias, ponernos de acuerdo en diferentes proyectos y, por supuesto, pensarnos y pensar la sociedad de la que somos parte. La extraña comunión que se establece cuando dos mentes se conectan por medio de palabras para interpretar deseos, expectativas y creencias mutuas constituye un acto esencialmente cooperativo. La conciencia –a veces implícita– de la necesidad de dicha colaboración ha llevado a que en el discurso público sea cada vez menos aceptable el uso de insultos y la ofensa directa.
Sin embargo, hay cierto tipo de discurso que se encuentra en una zona gris; entre prácticas lingüísticas socialmente aceptadas, pero que, valiéndose de formas enmascaradas, facilitan la injusticia. Es lo que Lynne Tirrell, filósofa y docente de la Universidad de Connecticut, llama «discurso tóxico». De acuerdo con la investigadora, esta forma de expresarse supone la generación de metáforas, metonimias o contextos inferenciales que favorecen la exclusión, la discriminación y la estigmatización de grupos humanos.
Cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) le dio el nombre de la COVID-19 a la enfermedad provocada por el virus SARS-CoV-2, tuvo en consideración que la utilización de la palabra SARS podía infundir miedo innecesario en algunas poblaciones, especialmente en Asia (zona profundamente afectada por el brote SARS, en 2003). Tal antecedente, entre otros, justificó que la institución comenzara a referirse al virus como «el virus responsable de la COVID-19» o «el virus COVID-19» al comunicarse con el público. Sin embargo, en los medios ya se encontraban circulando otros nombres para referirse a la enfermedad originada en China: «el virus chino», «la gripe china» o «el virus de Wuhan».
Aunque parezca baladí algo como el nombre con el que coloquialmente se designa a una enfermedad, la metáfora que realiza Tirrel entre lenguaje y epidemiología resulta útil para poner en evidencia cómo el discurso puede tener el poder de causar daño, gradualmente, como un veneno o una enfermedad, cuando ciertas palabras y usos se van instalando. No se trata de una «metáfora pandémica» más, sino de una manera de comprender el lenguaje como un organismo vivo y, por tanto, susceptible de ser afectado y de afectar a las personas que lo usan.
En diferentes partes del mundo, se han reportado casos de agresiones a personas chinas o de rasgos asiáticos con la excusa del riesgo de contagio de coronavirus que significaría su presencia. Este hecho ha tenido un correlato en algunos medios de comunicación, por ejemplo, el periódico francés «Le Courrier Picard» publicó titulares como «Alerte jaune» (Alerta amarilla) y «Le péril jaune?» (¿Peligro amarillo?).
La xenofobia, el racismo, los discursos antinmigración y los neoconservadurismos han encontrado amparo bajo la retórica aparente de lenguajes ordinarios que se escudan en prerrogativas de libertad de expresión. Algunos políticos, periodistas y polemistas lo saben y han vuelto su principal activo el «yo digo las cosas como son». Sin embargo, para que dichas formas se instalen e intoxiquen el discurso, primero deben inocular nuestro «organismo lingüístico» y encontrar las condiciones que nos vuelven un buen hospedador. Por ello, antes de referirnos coloquialmente a la COVID-19 con la frase «el virus chino» debemos recordar que otros «nombres médicos» fueron utilizados como formas de exclusión y supimos ponerles alto, tal es el caso del «cáncer de los homosexuales» para referirse al VIH/sida