Cuando se habla del bien o de hacer el bien, surge un problema con esa aseveración, y es que es discontinua según la percepción de cada uno con respecto a lo que es bueno. Ya que el bien se ha hecho en diferentes palestras y visiones de la realidad y siempre ha existido un grupo de personas que hace el bien, haciendo realmente el mal para la mayor parte de la humanidad.
Es una realidad que, en nombre del bien, se ha odiado, marginado, denigrado, separado, destruido los grandes valores sociales, etc. De nadie es desconocido, como ejemplo, que la Alemania nazi, la Iglesia católica medieval y Estados Unidos, en nombre del bien, de la libertad y de Dios, han esclavizado a más pueblos que ninguno otro en este plano llamado mundo.
De ahí que es menesteroso analizar y desglosar hasta encontrar un sentido más profundo a eso que llamamos «bien». La gran tradición religiosa milenial y de los místicos siempre ha considerado el bien como esa esencia en cada partícula del ser humano, ya que proviene de su creador. Sin embargo, la interpretación religiosa también ha cambiado con el tiempo y las circunstancias.
Por lo que se hace necesario ir más adentro. ¿Será que el bien o el sumo bien no está ligado a circunstancia ni persona? Entonces, si esto es así, ¿a qué estaría ligado? Pues bien, desde la visión filosófica mística, siempre se ha creído que el bien es un estado del alma y no se le debe poner etiqueta temporal, espacial o institucional. Es, ante todo, un valor de proporciones desconocidas.
Solo que, aunque sea de proporciones aún no entendible en su totalidad, sí está claro que se encuentra implícito en lo más sano, puro y pleno de la realidad humana. Es decir, el bien es reconocer al otro como presencia esencial. ¿Pero qué significa esta aseveración? Nada más que el ser humano como presencia es esencia y red extensa, como diría el maestro Descartes.
Por tanto, reconocer al otro como algo y en el otro como eso amerita reconocer, asimismo, que no hay un yo sin el otro y no hay otro sin el mí. O sea, somos una sola especie y, como dirían nuestros antepasados mayas, «in lakech hala ken» (‘yo soy otro tú y tú eres otro yo’). Vaya sabiduría que hemos olvidada. ¡Más claro no puede estar!
De tal suerte que cuando decimos «el sumo bien» no es más que reconocer al otro como un ser que ama, que ríe, que llora, que anhela, que sufre, que espera, que crece, que muere, que resucita… tal como tú y como yo, tal como el otro, tal como todos… Eso es, en esencia, el atributo del sumo bien en el bien llamado persona.
El maestro Aristóteles solía decir con respecto al bien: «La verdadera felicidad consiste en hacer el bien». Claro, el bien ya no bajo principios valorativos de tiempo o espacio, sino como presencia esencial en el otro, reconocimiento del otro. ¿Estás dispuesto a hacer ese tipo de bien? ¿Estás dispuesto a vivir bajo este precepto de bien? No es nada fácil. Esta idea del bien es más compleja que lo que hasta hoy se ha comprendido por hacer el bien.
Ya que reconocer al otro implica amarlo con sus virtudes y sus defectos, diferencia esencial entre estar ilusionado, enamorado y amar. El que está enamorado ama lo que representa la persona, el que de verdad ama ama a su vez a la persona y no lo que representa. Pues bien, esto es el sumo bien: reconocer al otro como presencia esencial… No hay entonces más bien que reconocer en el otro a otro yo y en mí a otro él. «Así de bello es el bien», como diría el poeta Rubén Darío. Así pues, es el bien una belleza llamada presencia esencial.