El concepto de poder suele ser elusivo para muchos, a pesar de que tengamos algún grado de entendimiento de lo que es, o por lo menos tengamos algún grado de conciencia de sus efectos o evidenciemos cotidianamente diferentes prácticas de poder.
Entenderlo es importante, y procurar un concepto que nos acerque a su significado debe proveernos de herramientas intelectuales que nos permitan una mejor comprensión del individuo, del mundo y de sus relaciones; es decir, de la humanidad y, en concreto, también de nuestro país. El sentido más básico del concepto poder es entenderlo como la facultad para ejercer transformación sobre algo.
Por supuesto, esta facultad es materializada por la acción del individuo, y la consecuencia de estas acciones tienen siempre un efecto en las relaciones del grupo, del cual el individuo forma parte.
Acá es importantísimo hacer una distinción entre los individuos racionales y los no racionales y sus relaciones sociales: los animales median sus relaciones grupales aplicando la fuerza, en cambio, los seres humanos lo hacemos ejerciendo poder.
En nuestro país, la falta de entendimiento hace creer que el poder es un fin en sí mismo, algo que puede poseerse y que puede arrebatarse, ya sea por medio de procesos de sufragio o por la violencia, al punto de una guerra.
Por eso es importante entender las formulaciones de Michel Foucault, para quien el poder no es algo que posee la clase dominante; no es una propiedad, sino que es una estrategia. Como ya hemos dicho antes, el poder no se posee, se ejerce. Por eso sus efectos no son atribuibles a una apropiación, sino a ciertos dispositivos que le permiten funcionar; el primero de ellos es la men[1]te humana.
En términos de individuos, el poder es la conjugación de la voluntad, la moral y las capacidades personales; es decir, la voluntad es la racionalización de los deseos y las necesidades; un deseo sin razón es un capricho y una necesidad sin entendimiento es un instinto.
Acerca de la moral diremos que todo acto humano, en cuanto racional, es un acto moral; y actuamos conforme con el filtro y límite de nuestra ética personal y social. Las capacidades personales son nuestras facultades físicas y materiales para accionar sobre nuestro entorno.
Trasladando estos componentes a términos grupales, podemos decir que el poder en una sociedad es la conjugación de la influencia, la autoridad y la fuerza. Es decir, es el balance entre la capacidad de persuasión, las relaciones formales de subordinación, cuya fuente debe ser siempre moral, y la capacidad de coacción, sea esta derivada del control de recursos, como el dinero, o de la capacidad de ejercer violencia.
Quien conjuga mejor estos tres elementos es quien tiene, es decir, ejerce verdaderamente el poder. ¿Por qué es necesario hacer este ejercicio semántico? Porque —como se ha apuntado antes— el entendimiento de este significado condiciona cómo entendemos las relaciones de autoridad, cómo determinamos los símbolos del poder, en lo que entendemos que radica el poder, que lo valida, cómo nos relacionamos con el poder y por qué lo aceptamos o rechazamos; es decir, ahí subyacen los fundamentos de la estatización de las sociedades.
No es casualidad que la organización social humana mantenga la mis[1]ma estructura desde la antigüedad. La estructura de poder se compone de quien manda, un mito que justifica por qué manda quien manda: una casta sacerdotal que valida, transmite e interpreta el mito; una casta guerrera que ayuda a imponer, si es necesario, el mito, y que protege al grupo de las amenazas externas, pero también de las internas; es decir, supone también defender al mandante y al mandatario, uno del otro, así como al grupo de pertenencia que le da sentido a la estructura.
A pesar de la evolución de formas de expresión esa estructura primitiva no ha cambiado en esencia. Sirva como ejemplo el gran cambio de paradigma sucedido en la Ilustración, donde se pasó del derecho divino de los reyes al concepto de Estado nacional: en la monarquía hay un Dios soberano que da el derecho de gobernar; en la Ilustración el soberano no es Dios, sino el pueblo, y es el pueblo el que le da al representante el derecho de gobernar.
En la monarquía hay una casta eclesial que dice interpretar la voluntad de Dios plasmada en textos sagrados. En la república hay abogados, legisladores y políticos que dicen interpretar la voluntad del pueblo, plasmada en sus leyes y su Constitución, los nuevos textos sagrados.
Y así podríamos seguir estableciendo paralelos. Sin embargo, el punto acerca del estructuralismo de la mente y la relación con el poder creo que está suficientemente explicado. Toda organización implica necesariamente la creación de oligarquías.
Esta palabra, tan satanizada en nuestro país, es un producto natural de la organización, expresado por Robert Michels en su «Ley de hierro de la oligarquía»: «La organización es la que da origen al dominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre quienes delegan. Quien dice organización, dice oligarquía».
Llegados a este punto, debemos preguntarnos ¿nuestras oligarquías partidarias, empresariales y/o de casta ejercen su influencia bajo criterios válidos de legitimidad?, ¿su autoridad es moral?, ¿el uso de la fuerza eco[1]nómica o política está enfocado en lograr el bien común en sus raíces más profundas de bienestar colectivo?, ¿cómo entienden el poder que ejercen?
Los límites éticos y los propósitos morales del ejercicio del poder están, por supuesto, limitados al entendimiento de los conceptos de ética y estética que tengamos; es decir, de lo que consideramos bueno y bello. Se suele pensar que el poder no tiene connotaciones estéticas.
Sirva para explicar este punto una gran frase atribuida a Nietzsche: «Si matas una cucaracha, eres un héroe; si matas a una hermosa mariposa, eres malo. La moral tiene consideraciones estéticas». En cuanto a lo que llamamos bueno, debemos entender «bueno» más allá de lo conveniente y más allá de la satisfacción egoísta.
Es decir, que el propósito de nuestras acciones dentro del ejercicio del poder debe ser esencialmente bueno para la mayoría. Esto implica dejar los prejuicios de clase, políticos y sociales para devolver la dignidad de seres humanos a to[1]dos, pero no como discurso fácil, sino como hechos concretos, basados en principios de justicia y en una estatura moral imprescindible para lograr el bien común de nuestro país.