Estamos viviendo una época de cambios profundos en la dirección política y a la vez en los órganos del Estado, que la sociedad, en su mayoría, anhelaba y anhela.
Esto, traducido, quiere decir: poder y autoridad de los gobernantes y gobernados.
Mas allá de esos factores hay un elemento indispensable que consolida el cambio. El hacer cultural. La cultura como tamizaje de los anhelos y la cotidianidad de lo social. El pueblo haciendo suyos los valores del cambio y consolidando y perpetuando los nuevos paradigmas, hasta que se vuelvan parte de sí mismos, de lo cotidiano, de la identidad de cada uno de nosotros.
Cansados de una dictadura militar, donde el poder y la autoridad de los militares quebrantaban a su arbitrio las leyes y los valores heredados. Trastocados por el machismo y la impunidad. Una época de guerra donde la mentira y el engaño eran la epopeya de los valores morales y políticos. Época de corrupción desmedida. Colateral el vicio y la degradación moral en todas sus escalas.
Toda la tradición con la que los abuelos habían conservado una serie de valores como el respeto mutuo, la sana convivencia, el valor de la palabra como promesa que se cumplía, o, en el plano de relaciones, la honestidad y la fidelidad de la pareja, el temor a Dios y el respeto por lo sagrado. Eran normas en que se asentaban las relaciones entre personas, la familia y la comunidad.
Poco a poco estas se fueron desdibujando. El irrespeto a los símbolos patrios, la sana convivencia, los valores morales y espirituales. Así como en otros países, fuimos arrastrados por la anarquía y el goce extremo de los sentidos; las drogas, el alcohol, el sexo. Eso enfermó el alma no solo individual, sino colectiva. De la familia, de la sociedad, de la nación.
El salvadoreño, famoso por ser «trinquetero» o, como dijo el poeta «esquinero sospechoso». Con una fama de irresponsable y «malacate», ganada a pulso con lo peor de otras nacionalidades. El guanaco hijo de la gran p…
Se podría razonar o explicar esos motes o comportamientos desde diversos ángulos. Antropológicos, históricos, sociales, políticos, psicológicos. Pero no se trata desde esa perspectiva.
Decíamos que el alma de los pueblos se forja con el trato diario, en lo de todos los días. En el pensamiento y la acción. Por ello, las normas y valores nuevos deben ir permeando todo el tejido social y volverlos una cosa cotidiana, habitual.
Los paradigmas que nos sujetaron desde mediados del siglo pasado ya no tienen razón de ser. Estábamos hasta el hartazgo de las actitudes de políticos y autoridades que eran nuestro modelo, y este se copiaba y esparcía en todas las clases sociales. Eran nuestra dirección política, nuestra sociedad.
Pero ya tocamos fondo. Esos paradigmas están rotos. O por lo menos eso es lo que veo y creo. Esa ruptura impulsada desde el poder político no puede quedarse solo en el estamento político o institucional, sino que tiene que devenir en la gente. En el hogar, en la familia. Cambiar la mentalidad, el lenguaje soez, las normas de convivencia, el trato con los demás, el respeto, el cariño entre nosotros. Eso debe ser el pan de cada día si queremos construir un país diferente. Aquí no solo importa el presidente y los funcionarios. El esfuerzo debe ser de todos.