He podido ver un ave que todos los días, entre las 6 y 7 de la mañana, sobrevuela de sur a norte el cielo sobre mi casa; y por la tarde, entre las 5 y las 6, lo hace en la dirección contraria.
A juzgar por la distancia desde donde yo la diviso, parece ser de un regular tamaño; comparable, quizá, a un gavilán o un zopilote; sin embargo, no planea como estos lo hacen. Es, al parecer, de ese tipo de aves que no utilizan las corrientes térmicas para volar y necesitan, por lo tanto, aletear constantemente para poder recorrer grandes distancias. Además de eso, su cola es, según parece, demasiado larga como para desplegarse en forma de abanico, que es una cualidad aerodinámica que ayuda a la sustentación y que, además, es compartida por la mayoría de rapaces y carroñeras.
Aunque me llama la atención su interesante aspecto, más me intriga su solitaria travesía, al punto de pensar que quizá sea la última de su especie.
Y es que la ilimitada ambición humana y la errada concepción de modernismo que irresponsablemente hemos adoptado han terminado por destruir los distintos hábitats poniendo, de esa manera, a muchos animales en la lamentable condición de ser los últimos especímenes de una fauna que ha estado en el planeta por millones de años.
Cortar un bosque para construir residencias y centros comerciales o para plantar enormes monocultivos es un concepto errado de desarrollo y sostenibilidad que debería replantearse, a menos que la idea sea únicamente hacer dinero sin importar el daño que se le hace a nuestro ecosistema. Esto lo digo por el agravante de que muchas de esas son actividades de grandes corporaciones cuyo único interés es incrementar sus cuantiosas ganancias. Son las políticas y acciones lamentables que tienen a muchas especies al borde de la extinción.
La explotación de nuestros recursos debería ser lo más equilibrada posible, porque al destruir valiosas selvas para cultivar granos básicos es como si cambiáramos agua y oxígeno por comida, cuando ninguno de esos tres es menos importante para nuestra existencia. Todavía tenemos árboles, todavía tenemos ríos y tierras cultivables; sin embargo, no podemos dar por sentado que durarán para siempre. Si no los cuidamos y cambiamos de forma radical y responsable la manera en que los manejamos, todo eso podría desaparecer en menos de lo que nos imaginamos, dejando a la raza humana en un grave peligro para subsistir.
Mientras escribía sobre esa misteriosa ave que mañana y tarde surca los cielos aledaños a mi casa, no pude evitar imaginarme al último de los humanos deambulando por un mundo desolado, lamentándose y pensando qué fue lo que él y sus congéneres hicieron mal para convertir al planeta en un lugar inhabitable.
La ambición e inconciencia no nos dejan ver que nuestra propia existencia está íntimamente ligada a la existencia misma de los recursos, y que la desaparición total de estos podría significar también nuestro triste final. Igual debemos entender que los bienes naturales de esta tierra no son ilimitados y que fueron puestos allí no para hacer riqueza, sino para servirnos de ellos de forma moderada garantizando, de esa manera, nuestra subsistencia y permanencia en este que es nuestro único hogar.