Siempre he asumido como mandamiento, más allá de la alarma de la sirena y por sobre la tosudez y malas caras de muchos conductores, que hay que darles paso a las ambulancias sin pensarlo y ya.
Ese credo es mío porque lo viví. En varias ocasiones viajé en una ambulancia con mi abuelita. De vivirlo siempre valoré, y valoro mucho, el esfuerzo y el respeto de los conductores por hacerse a un lado a como dé lugar en las estrechas calles, sobre todo en un país en el que el tránsito es pesado. Y sí, también los hay muchos quienes carecen de empatía y no ceden el paso, pero ese es otro tema.
Lo que ahora me ocupa es la dicha de haber saldado una deuda después de seis años y sin acumular interés. Por fin saldé una deuda personal con los amigos de Comandos de Salvamento.
Hace seis años, mi abuelita y yo tuvimos un último viaje. No fue de turismo, fue en una ambulancia amarilla y verde. Fue de noche, como suelen suceder las emergencias, el sistema de emergencia estaba saturado. Recurrimos, igual que otras veces, a Comandos. En cada una de esas tantas veces, siempre hubo apresto de su parte. Esa noche no fue la excepción. Marqué, llamé y llegaron. La nuestra era una necesidad de traslado, mi abuelita estaba estable, pero su movilidad estaba comprometida y sin una camilla era imposible transportarla.
En situaciones como esa, Comandos pide el reconocimiento económico simbólico para la gasolina, así lo hicimos esa noche y las otras tantas en las que nos auxiliaron, siempre amables. Esa noche, llegaron, bajaron la camilla y con la misma ternura como si se tratase de su propia abuela, la movieron, le pusieron su frazada y la subieron con cuidado.
Fue la última vez que viajamos juntas de casa hacia el hospital. Quizá por eso lo recuerdo tanto, porque las «últimas veces» de todo se vuelven eternas. Recuerdo al socorrista que manejaba, era un señor moreno, con el pelo ondulado iluminado por varias canas, recuerdo su delgadez y sobre todo su amabilidad y calidez. Platicamos y aquello más que cortesía y palabras de relleno, fue consuelo. Recuerdo el trayecto, la hora, la angustia y la enorme humanidad de ese voluntario que me tranquilizó, pero nunca recordé su nombre. Sentí que quedé en deuda y nunca recordé el nombre en particular de esa mano amiga de Comandos.
Cuatro días después regresamos a casa con mi abuelita Hilda, los doctores hicieron exámenes, dieron un diagnóstico y nos entregamos a la inevitable espera. Para regresar del hospital con el tiempo a contra reloj y la suerte echada, buscamos una ambulancia del mismo Seguro Social. Eso tampoco lo olvidaré.
El regreso a casa en una ambulancia del ISSS me hizo sentir aún más la empatía y el don de servicio de Comandos. Recuerdo caminar hacia una oficinita con aire acondicionado en donde estaban los motoristas, entrar, pedir ayuda, recibir renuencia, esperar, volver a insistir por el servicio al que mi abuelita tenía derecho. Recuerdo doblemente la desidia y el poco espíritu de colaboración con el que hicieron el traslado, en medio de una prognosis fatal para ella y para los demás.
Rebotamos en esa ambulancia del ISSS, era una mala imitación de una coaster de la 44 en plena competencia. De aquello lo cierto es que ni ese motorista sindicalizado, ni el voluntario de Comandos sabían que era el último viaje de mi abuelita y yo jamás sospeché que lo recordaría y lo tomaría por deuda hasta estos días.
Pero es que, así como uno atesora los últimos momentos de esos seres que amó intensamente, tampoco se olvida de manos amigas, la empatía y la bondad en una acción tan simple como una sonrisa, una palabra o un auxilio humano en un momento de angustia, sin hacerlo como reflejo de manera mecánica. Al contrario, aquello fue como el abrazo de un amigo que te consuela y que hace más liviana la pena.
Hace dos semanas, finalmente tuve la oportunidad -también como cosa del destino- de escribir la historia de Comandos de Salvamentos, 60 años de ser una mano amiga para otros en circunstancias más complejas que la mía, pero todas tan significativas. Escribir sobre su labor me obsequió un momento como periodista en la que la el ego no tiene espacio, saldé una deuda personal, sentí dicha de poder decir «¡gracias!» honrando y homenajeando a varios de esos voluntarios que han hecho mucho por mí, por mi abuelita Hilda y muchas otras personas en momentos difíciles y vulnerables.
Muchas gracias, Comandos de Salvamento, por ser los primeros en llegar y por ese último viaje con mi abuelita. Eternamente agradecida.