Después de que el constituyente de 1983 eligió el sistema político-partidario como la manera de acceder a la representación popular y la única forma de alcanzar el poder político, ha sido justo esta trinchera la que más duramente se ha peleado durante estos años. Por ello es prácticamente imposible hablar de democracia sin evocar a los partidos políticos como los principales entes articuladores y aglutinadores de los diversos intereses sociales. El gran problema es que el decadente sistema de institutos que se deformó en una especie de «rancia partidocracia» se desconectó de la sociedad, y esta comenzó a percibir que no estaban representados sus intereses en tales partidos, lo que derivó en que una aplastante mayoría de ciudadanos que ya no se sentían representados —más bien, traicionados— buscara nuevas alternativas para hacer valer sus demandas y reivindicaciones políticas hacia el Estado, alternativas que no pasan por esa rancia partidocracia que se erigió en los últimos 30 años.
La crisis de credibilidad en el sistema de partidos se ha visto afectada por diversos factores que vienen con la modernización y las nuevas tecnologías en los últimos tiempos. Los procesos continuos de desarrollo social, cultural y económico han contribuido a que la sociedad sea cada vez más compleja, más urbana, un poco más formada e informada, lo cual conlleva profundos cambios a escala estructural, que sin duda propician el surgimiento de nuevas demandas sociales que los partidos políticos, frente a su crisis, fueron incapaces de resolver. Estas demandas no encontraron representación en los partidos tradicionales, muchos de los cuales siguen utilizando la práctica obsoleta y nefasta del clientelismo político y la detestable práctica de la distorsión obscena de los hechos sociales y políticos a través de su maquinaria mediática.
Hay muchas correcciones que deben hacerse al sistema político nacional para que no se descarrile nuestra incipiente democracia, como la verdadera democratización de los procesos internos de los partidos políticos, la participación equitativa de los candidatos de los partidos en medios de comunicación social — independientemente de sus capacidades económicas—, la absoluta prohibición de las campañas sucias y degradantes, etcétera, que no son más que ajustes que deben hacerse para lograr que la crisis de los partidos no se transforme en una crisis completa del sistema democrático y que esta sea considerada como la causante de todos los males.
Esto puede y debe hacerse a partir de una reestructuración del sistema, de una reforma constitucional que les dé un nuevo contenido y sentido a los procesos democráticos electorales, para el caso, y hasta el de la democracia misma, pues no podemos estar estancados en el «fango» de una democracia «representativa» que simplemente excluye a los ciudadanos de la participación en la toma de las grandes decisiones del país, por citar un ejemplo.
Así, la profunda crisis de esa torcida partidocracia debe ser vista como la oportunidad de reformar el sistema político que históricamente ha funcionado para privilegiar los intereses de una minoría acaudalada, y ponerlo al servicio de los intereses de las grandes mayorías de este país, casi siempre empobrecidas, marginadas y excluidas.
Por ello, el camino a la consolidación democrática en El Salvador es sinuoso, y frente a la nueva sociedad política que demanda El Salvador del siglo XXI parece que en un punto específico de esta transición política, económica y hasta psicológica la moribunda partidocracia de esos mismos partidos de siempre y la sociedad comenzaron a seguir rumbos diferentes, que al parecer no llegarán a cruzarse en la misma idea de modelo de democracia, al menos como la demanda el pueblo por ahora.