Roberto, conocido desde sus años de estudiante en la UES como Cañón, fue uno de los 10 comandantes del FMLN que firmó en el Castillo de Chapultepec, en Ciudad de México, el documento que oficialmente puso fin a la guerra civil en El Salvador, conocido como los Acuerdos de Paz.
Roberto militó en la Resistencia Nacional (RN), desde sus orígenes en la Resistencia Estudiantil Universitaria (REU), compartimos varias actividades. Su destacado liderazgo en diferentes frentes durante la guerra lo acreditaron para acompañar a Eduardo Sancho, comandante Fermán Cienfuegos, a nombre de la RN en la negociación y firma de los referidos acuerdos.
Sin ninguna duda, dichos acuerdos sirvieron gloriosamente para terminar con el cruento conflicto que ninguna de ambas partes podía ganar y constituyeron una oportunidad histórica para el desarrollo y la paz.
Nuestro pueblo y los pueblos del mundo celebraron tan exitoso proceso, al punto que Naciones Unidas, que acompañó su culminación, lo presentó ante la comunidad internacional como un modelo de solución pacífica de conflictos.
Pero los dirigentes que deberían ponerlos en ejecución no estuvieron a la altura de ese desafío histórico. Se malogró la posguerra. Los combatientes de ambos bandos fueron abandonados a su suerte, mientras sus dirigentes se repartían el botín tanto desde las arcas del Estado como desde la cooperación internacional que llegó generosa a manos llenas.
El resultado de tres décadas con cuatro gobiernos de ARENA y dos del FMLN (en los que no participaron ni Roberto ni Eduardo ni otro dirigente de la RN) fue el nacimiento y desarrollo de las pandillas; la impunidad para los violadores de ambos bandos de los derechos humanos y la autoría de crímenes de lesa humanidad, que también generó una exponencial corrupción, oculta en un discurso plagado de verborrea democrática y revolucionaria, por quienes a mansalva saqueaban y humillaban al pueblo.
En sus delirios de grandeza, olvidaron el campo y la gente salió a buscarse la vida en las ciudades o emprendió camino hacia otros países, especialmente a Estados Unidos. La pobreza y la violencia fueron su mayor legado.
Pero el pueblo se cansó, y en las elecciones de 2019 y 2021 decidió colocarlos donde deben estar: en el lado oscuro de la historia, donde los nombres de sus presidentes procesados, presos y fugitivos ilustran su galería.
Eduardo Sancho se retiró y vive honestamente como académico. Roberto Cañas murió hace un año en una digna pobreza, y su viuda recibe una pensión de $100 mensuales que le da el Instituto Administrador de los Beneficios de los Veterano y Excombatientes (Inabve).
Por esas razones considero que, al llegar al trigésimo aniversario de la firma, los Acuerdos de Paz deben dejar de ser el caballito de batalla de los líderes que los corrompieron y que solo se acuerdan de ellos cada 16 de enero. El pueblo sabe que no hay nada que celebrar, por el contrario, hay que lamentar y exigir cuentas.
Por tanto, en honor de las víctimas y los familiares que les sobreviven, a los que con honestidad participaron en la búsqueda de la paz —algunos ya murieron y otros viven dignamente— cerremos este capítulo de nuestra historia y abramos uno nuevo, en el que el desarrollo sostenible, la seguridad ciudadana, la justicia para todos y la verdadera democracia nos sirvan para mejorar las condiciones de vida de nuestro pueblo.
Que sirva este 30.º aniversario para que Roberto Cañas y los Acuerdos de Paz descansen en paz.