La última vez que vi a Gladis fue en julio de 2013. El 12 de ese mes y año, subió a la cama de un pick-up y desapareció de mi horizonte. La vi marcharse por su «sueño americano» con el corazón partido y con un nudo en la garganta que, al menos ese día, me impidió llorar.
No es que Gladis tuviera o tenga un sitial diferente respecto a Raquel o Armando, mis otros hermanos, a quienes aprecio en cuerpo y alma. Pero ella, aunque solo me lleva una corta edad, quiso asumir para mí un papel de madre, y en mis días más oscuros contra el cáncer, junto con Rubidia, se cogió la tarea de cuidarme y dormirse todas las noches junto a mi cama, en el hospital.
A finales de 2012, cuando abandoné el hospital, moribundo, mi hermano, Armando, me adecuó un espacio en su casa y abrió lugar también para que Gladis durmiera allí, porque yo creía que si ella o Rubidia me acompañaban, no podía pasarme nada.
Así que cuando partió hacia Estados Unidos, la ansiedad y el temor, que yo creía haber superado, volvieron. Al grado que sabiendo que ya no estaba ahí, yo visitaba su casa una y otra vez a lo largo del día esperando encontrarla sentada en el sillón. Y los más de 30 días que duró la travesía de El Salvador a Los Ángeles, California, los caminé virtualmente en el mapa. Cada vez que teníamos noticias de donde estaba, yo me remitía a Google y buscaba el mapa de México para saber por donde iba.
Ya afincada en el Norte, mi última comunicación con ella fue hace unas horas. Supe que superó la COVID-19, que la había tenido en cama durante el último mes, y no dejé de sentirme impotente por no poder retribuirle en salud todo lo que ella hizo por mí. Lo último que hizo, junto con su esposo, fue enviar el dinero para que durante la etapa de la COVID-19, mía y de mi familia, no nos faltara alimentación. Esa labor la completaron desde acá Armando y Raquel.
Mi hermana nunca recibió instrucción alguna para el cuidado y trato de un enfermo de cáncer; sin embargo, su instinto protector la convirtió en una magnífica enfermera personal. Es una mujer humilde, campechana y alegre, que, como comenté, me acompañó sin ninguna condición. Así es Gladis.
Los médicos, las enfermeras y otras personas que para entonces la encontraron día y noche en el hospital, creían que ella era mi madre. Es una situación que la deja atónita, porque la diferencia de edad entre ella y yo solo es de siete años. «Y¿cómo está su hijo?», le preguntaron infinidad de veces los familiares de otros pacientes con los que compartía la sala. La situación en el fondo quizá sea extraña y misteriosa, porque Gladis es madre de cuatro hijas, y yo, con mi peregrinar, me convertí en el hijo que nunca concibió.
Después del apoyo de Rubidia, es a mi hermana a la que debo impagables horas de atención. Y es que con ella tenemos una afinidad inexplicable desde el tiempo del huevito tibio. Ese recuerdo se ha fortalecido con su expresa y contundente solidaridad de madre.
Sus recuerdos siempre son alegres, aunque las historias sean tristes. Por ejemplo, nunca logró aprobar el primer grado, aunque lo intentó tres años consecutivos. Dejó la casa a los 13 años, y cumplidos los 14 ya era madre por primera vez. Con su pequeña en brazos, no dudó en cruzar la línea del enfrentamiento armado para reencontrarnos después de dos años.
En octubre de 2012, cuando dejé Oncología, ella asumió mi cuidado con un especial rigor. Llevó un control detallado de las medicinas que tomaba, y una estricta observación de mi nutrición. Algunas veces, nuestro hermano, Armando, le dijo en broma que la gracia de ella era la de ser doctora; y no lo dudo como algo posible, ya que llegó el momento en que me sugirió dejar la dosis del medicamento para dormir, y el resultado fue atinado.
Un año antes de estos hechos, en 2011, al ser huésped por primera vez en Oncología, ella me acompañó los 25 días que duró mi estadía en el lugar. Pocas noches permitió que mi hermano la sustituyera, pese al cansancio que sentía.
Se acostaba en un pedazo de cartón que tendía en el suelo, a eso de la 1 de la madrugada, después de que yo recibía todas las dosis de un antibiótico. No sé de dónde venía su energía, y a las 4 de la mañana, religiosamente, se levantaba para bañarse y emprender el nuevo día.
Ella se comía los alimentos que un paciente con leucemia dejaba, y que los familiares de él consideraban a bien regalarle. También se alimentaba de lo que yo no lograba consumir. Todos la veían como una madre que velaba por el sueño y la salud de su hijo. Durante el día, estaba en una silla plástica a la par de mi cama y escuchábamos cientos de canciones cristianas; y los domingos, la prédica radial.