El convento parroquial de Aguilares fue donde tuvo lugar la última cena de Rutilio Grande, el 11 de marzo de 1977, un día antes de que fuera asesinado. Esa tarde, el padre Enrique Sánchez, uno de sus mejores amigos, hizo un viaje a Chalatenango, y al regreso, llegó a visitar a Grande. Él lo invitó a cenar para conversar y recordar viejos tiempos, sin imaginar que sería la última vez que se verían.
«Yo venía de Chalatenango, el viernes 11 de marzo, y pasé a saludarlo y él se alegró tanto de verme y me dijo “¿te vas a quedar a cenar conmigo?” y me quedé a cenar, y ahí me manifestó que tenía temor y miedo porque sentía que había algo oscuro. Él me dijo que el señor arzobispo le había dicho que se retirara un tiempo, yo le pregunté que por qué no lo hacía, y me dijo “¿cómo voy a dejar a mi gente?”. Luego terminamos de cenar, compartimos y siempre recordamos a algunos compañeros. Yo le dije que ya me iba, y salió a despedirme. Me dio un abrazo, y nunca se me olvida que cuando salí en mi carro, él se estaba despidiendo hasta cerrar la puerta del convento», narró el padre Sánchez, quien actualmente tiene 80 años y se encuentra retirado.
Al siguiente día, Sánchez se enteró del asesinato de su amigo, cuando participaba en una misa, y el padre dijo que iban a encomendar el alma del padre Rutilio. Este fue uno de los momentos más difíciles para el padre. «Para mí fue un golpe, comencé a llorar, me retiré de la misa, llegué a la casa y seguí llorando», dijo.
Después, él asistió a la misa que realizó san Óscar Romero en memoria de Grande, y considera que el martirio del sacerdote jesuita fue el punto de conversión de Romero, quien en ese momento era arzobispo. «El padre fue el evangelio caminando. Se enamoró totalmente de Jesucristo, y de los pobres. Eso es lo que aprendió Romero. Los dos sintieron que venía (el martirio)», relató.
A pesar de que han pasado más de 44 años desde ese día, el padre Sánchez recuerda todo con mucha lucidez. Él fue sacerdote desde 1967. En su casa tiene fotos con Rutilio Grande, y postales que el beato le envió cuando se encontraba en otros países. Ellos mantuvieron una fuerte amistad desde que se conocieron en el seminario San José de la Montaña, en 1964.

Ese año, Rutilio había llegado desde España luego de ordenarse como sacerdote, y fue nombrado como encargado de disciplina del seminario mayor. Él estaba en contacto con los futuros sacerdotes, y desarrolló algunos cambios, por ejemplo, dejaba que los estudiantes visitaran con mayor frecuencia las comunidades para que pudieran evangelizar. Ese año, Enrique estudiaba teología, que son los estudios eclesiásticos, y fue elegido para que diera catequesis a los niños y jóvenes de El Paisnal, la tierra de Rutilio Grande, y fue ahí cuando empezó a conocerlo más y a entablar una amistad. «Era un hombre pulcro, lúcido, afable, cariñoso y gentil. Era muy disciplinado, pero era algo que él lo imponía no por norma, sino por convicción. Él ponía en la razón por qué hacíamos las cosas», recordó.
Por lo tanto, con Rutilio organizaron al menos tres visitas pastorales a diferentes parroquias, acompañados de un grupo de 50 teólogos. Uno de los destinos fue la iglesia de Metapán en 1965, donde el obispo los recibió a la entrada del pueblo. Después hubo otra misión en Quezaltepeque.

Además de misionar, Grande disfrutaba de la naturaleza, y en grupos subían caminando el volcán de San Salvador. Él hermano de Sánchez tenía un camión en el que salían de paseo con los seminaristas, una de las visitas la hicieron a Esquipulas.
«Él se hizo jesuita porque tenía la ilusión grande de las misiones, y llegó a ser un gran misionero, y quiso que los sacerdotes fuéramos a misiones, y comenzamos a visitar las parroquias», comentó.
En el año de 1972, Sánchez le entregó la iglesia de Aguilares a Rutilio, y a partir de ese año mantuvieron comunicación por medio de cartas y postales. Además, al ser un gran amigo de Rutilio, conoció sus gustos por las películas, la música, y las bromas. El beato disfrutaba que el padre Sánchez le narrara chistes y frases divertidas, también le gustaba comer con sus compañeros, a pesar de que él podía comer con los superiores.
«Desde ahí lo veíamos diferente, porque los otros no lo hacían. Le gustaba comer huevo duro, los frijoles frescos, la cuajada porque de niño comía eso. Le gustaban las pupusas de frijol con hierba buena, comía tortillas de maicillo, también disfrutaba hacer fogatas a la orilla del río cuando salíamos. Siempre hacía comentarios espirituales de las cosas materiales. Cuando las familias lo recibían y decían que iban a hacer gallina, él les decía que las guardaran, que no mataran al pollo. Vivió y comió como los pobres», relató el sacerdote.
Por lo tanto, Enrique es una de las personas que mejor conoció al mártir, por lo que guarda con aprecio todos los recuerdos que vivieron, especialmente aquella última vez que lo vio con vida, al terminar su última cena juntos.
