La familia es la base de la sociedad, en cuanto fuente de vida y espiritualidad. Representa la parte visible de la comunidad; es una microsociedad natural superior a cualquier otra sociedad. De su salud y existencia depende la sociedad y, por ende, el Estado.
Existe desde hace tiempo un sistemático ataque a la familia como estructura social y moral, tanto por los sistemas sociales, el Estado e ideologías que en aras del desarrollo y el progreso promulgan leyes y medidas que van directamente desvalorizando y enajenando los principios éticos, morales y religiosos de nuestra familia cristiano-occidental. Desde el crimen legalizado del aborto, control de la natalidad disfrazado de planificación familiar, igualdad de género, tecnología aplicada a una futura manipulación genética, etcétera.
Pero hay medidas que pasan desapercibidas, como el conflicto entre familia y hábitat. Se debe tomar en cuenta que la habitación es uno de los elementos de salud mental y que el ambiente condiciona costumbres y, en especial, los comportamientos ante los demás. Habitar es vivir, y la mayoría de los salvadoreños no viven, se hacinan en mesones, muriendas, pasando por los multis y degradando hasta los cuchitriles, covachas y la calle. Desde los de salario mínimo hasta los pobres vegetan o parasitan, tanto por los salarios de hambre, el desempleo y el costo de la vida.
Alguien decía que la familia es como una red que protege, educa, acoge y recoge al miembro pródigo, porque la familia es esencialmente amor y perdón. No sé por qué el concepto egoísta de ofrecer al pobre «lo mínimo» desde el salario, la educación, religión y los espacios, confundiendo los términos necesario con mínimo, amplitud con crítico, espacio con límite. Lo mínimo en arquitectura mínima que se mercadea se circunscribe a la racionalización intencional del espacio, no con criterio de confort, bienestar y belleza, sino con criterio estrictamente comercial, lo cual no es atractivo ni rentable en el hábitat de función social. Este hábitat, diría yo, lugar o espacio que se ocupa y no se vive, es en el que se desarrollan nuestros niños y niñas y nuestros jóvenes anormales. ¿Acaso podemos culparlos, señalarlos y discriminarlos, olvidándonos de que ellos también son seres humanos y hermanos, víctimas también de la democracia no como sistema, sino como pretexto?
En nuestra vergonzante sociedad donde unos pocos tienen todo y muchos nada, en donde los primeros habitan y viven y los segundos ocupan y mueren, los primeros promueven la explotación y las diferencias, y los segundos soportan con estoicismo aberrante, el futuro de la familia es incierto. Hacia dónde nos conducen estas pseudodemocracias no sabemos, aunque tampoco se salvarán de la soga que pende inexorable y donde algún día los ahora estoicos serviles comprenderán que la desobediencia al poder es el deber a la patria.
No es pues nada nuevo lo que afirmo al acusar a la arquitectura como cómplice de la destrucción de la familia, al crear rincones inhumanos, insalubres y antiestéticos que en lugar de dignificar el hábitat humanizándolo con soluciones éticas y generosas socaban los anhelos siempre latentes de los más necesitados por un hábitat digno, y no ser considerado el espacio como una mercancía, mientras los poderosos siguen viendo a la familia como grupo de consumo.