Por las noches se escuchan ruidos extraños en el interior de la Asamblea Legislativa. Se dice que 1,200 fantasmas deambulan por sus pasillos.
Al parecer, las elecciones del 28 de febrero pasado se convertirán en un auténtico exorcismo.
No, esta no es, aunque así parezca, una historia de terror; sino la triste realidad de un país donde los llamados a protegerlo y velar por sus intereses han terminado afectándolo con su desmedida ambición y falta de conciencia. Me refiero a los diputados y sus cientos de plazas fantasma.
Esas plazas inventadas han sido una práctica habitual desde hace años y lo han hecho con el fin de favorecer a sus correligionarios, cubrir los gastos de sus respectivos partidos, pagar favores y además, según consta, hacerse de un dinero extra aparte de sus jugosos salarios y prestaciones.
Es una verdadera pena, porque ese dinero, extraído de esa forma tan descarada, perfectamente pudo haberse utilizado en la construcción de escuelas y hospitales, en el mejoramiento de la infraestructura vial, etcétera.
Lo que más molesta es recordar la hipocresía de estos diputados al interpelar funcionarios y negar los fondos tanto para atender la pandemia como para el Plan Control Territorial, aún sabiendo que no tenían la suficiente solvencia moral para hacerlo.
Por lo visto, estos habían implantado a través del tiempo un sistema de autoprotección, de silencio, de negación y ocultación de evidencias que finalmente se destapó, porque la verdad siempre sale a la luz; además de que, aunque duren sus daños, los males no duran cien años.
Lo que llama la atención, aunque a veces no sorprenda, es que los autodenominados periodistas incómodos y los mal llamados tanques de pensamiento, que ven corrupción donde no hay pero que hipócritamente la ignoran donde sí hay, no se pronuncien de forma contundente sobre este caso. Ni siquiera el mismo Paolo Lüers lo ha hecho, cuando es él quien se rasga las vestiduras señalando lo que, según su forma de ver, son las acciones incorrectas de otros.
Ese silencio hace pensar a cualquiera, y con justa razón, que quizás entre esos falsos empleos podrían estar los de aquellos que andan de canal en canal procurando desacreditar al Gobierno, o talvez haya también allí la plaza de alguna pluma pagada.
Ahora sí quizás urge en la Asamblea Legislativa una limpia como la que sugirió Nidia Díaz, pero esta vez será para espantar a sus propios espectros y los de sus compinches.
En un mensaje que desde esta columna quiero enviar tanto a los diputados que se van como a los que, a pesar de su avarienta e irresponsable actitud, consiguieron la reelección. Déjenme decirles que su acción ha sido deplorable y que ruego para que no quede impune.
No querrán devolver lo robado. Estoy seguro de que los legisladores salientes, como también los que se quedan, empezarán más temprano que tarde con la cantaleta de que se debe olvidar el pasado y que las acciones que se tomen de aquí en adelante serán una cacería de brujas o persecución política. Sin embargo, está claro que las instancias responsables de hacer que lo desfalcado se reponga a las arcas de la nación deben funcionar.
Si los diputados son los padres de la patria, estos son los que nos han dado el peor ejemplo. Si un día necesitamos traerlos a la memoria, será solo para recordarnos cómo no se deben hacer las cosas.