Hace unos meses, para ser exacto el pasado 29 de abril del año en curso, «Diario El Salvador» me publicó un artículo que titulé «Pasado, presente y futuro: ¿se dará a cada uno lo suyo?», en el que cité un pasaje sobre Kant cuando se refirió a la eventual disolución de la sociedad civil y sus miembros decidieran trasladarse a otro lugar.
En ese momento, aún no asumía funciones la actual Asamblea Legislativa, ni siquiera imaginábamos las trascendentales decisiones que en su seno se iban a adoptar. Ahora, tres meses después, deberíamos dejar tranquilo a Kant, pero sin perder de vista el horizonte de los autores alemanes, los cuales nos han venido dando lecciones que todo abogado, pero especialmente los penalistas o los que nos autodefinimos como tales, no debería ignorar.
Recientemente se adoptó en la Asamblea Legislativa la decisión de reformar el inciso final del artículo 32 del Código Procesal Penal, introduciéndose como novedad que no prescribe la acción penal en los delitos establecidos en el libro II, título XVI, capítulos II y III del Código Penal; es decir, en los casos de corrupción, en los que preeminentemente intervengan funcionarios y empleados públicos y particulares, respectivamente.
Se trata de una reforma a la ley procesal penal que impacta en el derecho penal sustantivo. Las opiniones y críticas no se han hecho esperar. Claro, toda decisión político-criminal siempre impacta en cualquier sector de la sociedad, en especial en una sociedad en la que la distribución de la carga punitiva ha sido históricamente desigual y esta vez no ha sido la excepción. En todo caso, no es este el espacio para debatir sobre merecimiento o necesidad de pena, si al fin y al cabo la estigmatización penal tiene sus propios efectos.
La idea de estas líneas es elucidar las facultades del legislador y el papel esencial de la política criminal.
Desde el célebre discurso de Von Kirchmann pronunciado en 1847, en la Academia Jurídica Berlinesa, se ha venido hablando y haciendo interpretaciones acerca de si una sola palabra del legislador vuelve inútiles bibliotecas enteras, como podría pensarse con la reforma penal comentada.
Citaré al profesor Enrique Gimbernat Ordeig, a quien conocí durante una especialización en derecho penal a la que asistí en 2003: «Cierto que la entrada en vigor de un nuevo Código Penal, por ejemplo, hace que conocimientos jurídicos que ayer eran verdaderos hoy hayan dejado de serlo», como ocurre en el caso objeto de análisis, al reformarse lo relativo a la prescripción, independientemente de que solo haya sido modificada una disposición legal.
Otro tema que probablemente salte al tapete es el relativo a principios y categorías dogmáticas que podrían colisionar con decisiones político-criminales, como la recientemente adoptada, encaminada a combatir frontalmente la corrupción; superado en otras discusiones, como el relativo a la responsabilidad penal de las personas jurídicas; estas carecen de acción y de culpabilidad; sin embargo, basta que el Estado haga uso de su poder punitivo para responsabilizarlas penalmente, lo que sin ninguna duda demuestra que los tiempos han cambiado. Ojalá también cambie la cultura jurídica.