En las actuales circunstancias la pregunta que nos hacemos todos es: ¿hasta cuándo se frenará el incremento de los precios a escala mundial? Ante esta interrogante, varios expertos en materia económica relacionan el fenómeno de la inflación al resultado de los efectos negativos que causó la COVID-19 en la cadena de suministros, el aumento de los precios del petróleo, la falta de materias primas como consecuencia de la guerra en Ucrania y el aumento de los precios de la energía.
Se sabe que los factores antes expuestos influyeron de manera directa en la inflación mundial, pero creemos que no son los únicos. Por cierto, es un fenómeno inflacionario muy diferente al que se generó en la década de los setenta, cuando el aumento de los precios del petróleo se convirtió en el factor detonante.
En el último año, la receta recomendada para paliar el problema de la inflación en las economías más desarrolladas estuvo marcada por una subida de los tipos de interés, una medida que pretendió «enfriar» la economía, y con esto causar un impacto directo en la demanda global. Una medida económica que no resuelve el fenómeno de la inflación mundial de raíz.
El problema radica en que los bancos centrales no tienen la capacidad de controlar el ritmo de la inflación, y es que una subida en los precios no tiene nada que ver con el aumento de una «demanda excesiva» de bienes y servicios por parte de los consumidores o por la empresa privada, y mucho menos por el gasto público excesivo de parte de algunos gobiernos. El fenómeno, más bien, debería entenderse por el lado de la oferta global de bienes y servicios.
Los bancos centrales pueden subir las tasas de interés tanto como consideren necesario y tendrá poco efecto en la reducción de la demanda global. La razón principal se debe a que los problemas de restricción de oferta a escala mundial y, por ende, a la inflación no necesariamente se pueden entender en su totalidad como consecuencia de la guerra de Ucrania, el aumento de los precios del petróleo, la cadena de suministros, el costo de la energía, que no dudamos de su influencia en el aumento de los precios, pero no son los únicos factores que la determinan en última instancia.
El fenómeno de la inflación que a diario nos afecta a todos debería analizarse además como un proceso subyacente, resultado de una estructura productiva obsoleta que opera alrededor del mundo y se caracteriza por su baja productividad.
Del lado de la oferta global, me parece que la productividad viene presentando una disminución latente a largo plazo en las economías más desarrolladas. A manera de ejemplo, se sabe que el efecto rebote que se produjo después del encierro por la COVID-19 dejó al desnudo la estructura obsoleta de producción a escala mundial y es que la oferta no pudo responder a la recuperación de la demanda de bienes y servicios, una vez que terminó el encierro.
En Estados Unidos, el índice de precios al consumidor experimentó cierto grado de desaceleración en el último semestre, pero no podemos afirmar que esta situación fue el resultado de una receta marcada por un aumento de los tipos de interés sino, más bien, consecuencia de una disminución de los precios del petróleo. Además, según datos oficiales de la economía norteamericana, la inflación de los alimentos (10.9 %) y la inflación producto del incremento de la electricidad (15 %) se mantienen.
Al parecer, lo mismo está sucediendo en la zona euro y es que en julio del presente año la tasa de inflación fue de 8.9 %, en el caso del Reino Unido llegó a 10.1 % y, según el Banco de Inglaterra, se pronostica una tasa del 15 % para 2023. Esto último solo nos viene a reafirmar que la subida agresiva de los tipos de interés no es la mejor fórmula para superar la crisis inflacionaria.
Por otro lado, Europa debe buscar nuevos suministros de gas como consecuencia de la guerra en Ucrania y en donde la competencia está elevando los precios de manera global, una situación que se agravará a medida que se acerca el invierno.
Y respondiendo a la pregunta ¿hasta cuándo con la inflación? Me parece e insisto, hasta que se eviten recetas basadas en una subida «agresiva» de los tipos de interés con miras a frenar una supuesta demanda excesiva, que, como dijimos antes, no es el caso. Esto implica buscar las raíces estructurales y esto está relacionado con una capacidad instalada de producción que se quedó rezagada en el tiempo y que no pudo responder al aumento de una demanda de bienes y servicios global.
En este orden de ideas, mientras los niveles de oferta no respondan a los cambios que determina la demanda global como resultado de una baja productividad, el problema estará presente. Por cierto, en Estados Unidos la productividad bajó en 3 % en el último tiempo y esto generará un efecto negativo en la producción estadounidense.
Finalmente, se debe tener claro que la clave para mantener una oferta que responda a los cambios de la demanda global dependerá de una productividad laboral alta y creciente en el tiempo. Sin embargo, el crecimiento de la productividad ha mostrado una clara tendencia descendente en los últimos 20 años en las economías más desarrolladas.
Todo lo anterior significa que el fenómeno de la inflación estará latente y en algunos casos se sumarán inflaciones como resultado del aumento de los precios de los combustibles, las pandemias, los costos de la energía y aquellas derivadas de malas recetas económicas, en donde las subidas de los tipos de interés solo provocarán aumento de los costos de producción, que los terminan pagando los consumidores.