Dejar este mundo con dignidad constituye una magna despedida, y es por eso, que quienes sobreviven a la partida de un ser querido, procuran tratar sus restos con esmero, a través de diversos ritos religiosos que buscan que su cuerpo se integre con el cosmos, ese punto de partida hacia el cual todos algún día debemos retornar.
Todos estos rituales buscan perpetuar el recuerdo de nuestros difuntos, siendo los cementerios los espacios destinados para tal fin. Los camposantos nacen como ese lugar en donde reposarían los finados, como un tributo a las obras que hicieron en vida. Estos sitios estaban originalmente amparados por la Iglesia Católica, para posteriormente pasar a manos municipales. En ellos se aprecia, además, una rica tradición artística a través de lápidas, epitafios, altares y diversas imágenes, constituyendo su conjunto, un importante legado cultural.
En San Salvador, el camposanto más antiguo es el Cementerio General, que fue bendecido por el obispo Tomas Miguel Zaldaña el 26 de agosto de 1849, y que para esa fecha ya contenía los restos del Presidente de la República Federal de Centro América, Francisco Morazán. Se estima que en esta necrópolis reposan los restos de al menos, 400 familias y personajes destacados de la sociedad salvadoreña, entre los que cabe mencionar a poetas, escritores, escultores, terratenientes y presidentes. La sección que contiene las tumbas de las celebridades más destacadas fue llamada Panteón de los Grandes Hombres, en 1913, tras el sepelio del presidente Manuel Enrique Araujo. Actualmente, esta zona del cementerio es conocida como Los Ilustres.
Si hablamos de Los Ilustres, hacemos alusión a un espacio colmado de edificaciones representativas del arte funerario, tales como, mausoleos, tumbas de dimensiones colosales; obeliscos, monumentos pétreos en forma de pilar y coronados por un piramidión; esculturas diversas que relatan temas mitológicos, cristianos o retratos del difunto; lápidas, que son en esencia, planchas de concreto con inscripciones grabadas para conmemorar al personaje que allí descansa.
Una de las figuras de este cementerio y al cual dedico este artículo es el Dr. Manuel Enrique Araujo, quien nace el 12 de octubre de 1865, en el departamento de Usulután, en el cantón Condadillo. El Dr. Araujo viene al mundo en el seno de una familia terrateniente de ascendencia portuguesa y dedicada al cultivo del café. Estudió medicina en la Universidad de El Salvador y se especializó posteriormente en cirugía. Fue además uno de los alumnos más destacados del Dr. Emilio Álvarez, coronó su carrera profesional siendo elegido presidente de El Salvador el 1 de marzo de 1911 como sucesor del general Fernando Figueroa.
Si hablamos de la gestión del Dr. Manuel Enrique Araujo tenemos la adopción del escudo y la bandera de El Salvador, que sustituirían a los símbolos patrios de 1865; otro acontecimiento fue la conmemoración del Primer Grito de Independencia, para el cual erigió el Monumento de los Próceres en la actual plaza Libertad, el 7 de noviembre de 1911. Hacia 1912 gestiona el traslado desde Cuba de los restos del pintor Juan Francisco Wenceslao Cisneros, funda la Guardia Nacional y establece el Ateneo de El Salvador. Otra de las obras representativas fue la pavimentación y alcantarillado de San Salvador, así como la fundación -durante su mandato- de un Jardín Zoológico en la finca Modelo en 1913.
Su gobierno fue de corte progresista y a pesar de haber heredado una gestión con una precaria situación económica logró estabilizar las arcas del Estado, incrementando el impuesto del café, así como suprimiendo el aparato burocrático de su administración con plazas innecesarias.
Finalmente, resumiendo su obra, decretó una ley para accidentes de trabajo, construyó la Escuela de Medicina que hoy día se conoce como la Rotonda e inició la edificación del Teatro Nacional de San Salvador.
Según la investigación titulada, Análisis semiótico de los monumentos funerarios de presidentes Ilustres de El Salvador durante la república cafetalera (1870-1931) del Cementerio de Los Ilustres de San Salvador, de las autoras Karla Saca, Paola Sagastume y Carla Tóchez, su tumba está conformada por una roca a manera de una montaña en cuyo interior yace una caverna. La caverna es una alegoría de Platón quien narra que la humanidad está inmersa en las tinieblas y busca una salida hacia la luz. En la cima de esta roca se aprecia la imagen de cristo con los brazos extendidos, simbolizando en su conjunto la muerte y la resurrección.
Por otro lado, la entrada a este sepulcro recuerda a las catedrales góticas medievales por su forma ojival que representa a su vez una «vesica piscis» o forma de vejiga de pez, que además simboliza el vientre de una mujer, como una alusión hacia la nueva vida espiritual que se gesta de ahora en adelante.
Asimismo, se puede observar en el umbral de la tumba, una puerta metálica que contiene una imagen alegórica del sol naciente dentro de un triángulo, siendo esta figura geométrica una representación de la mónada divina o la Santísima Trinidad.
Siempre en este recinto, en su parte exterior, podemos observar una placa que contiene un emblema con diversas figuras como una espátula, que en el simbolismo universal representa la dulzura de carácter; un compás, como encarnación del espíritu y la mesura de las acciones; un martillo, que simboliza la voluntad; una escuadra, que representa la materia. Todos estos elementos tienen de fondo una rama de acacia que, según el mitólogo Juan Eduardo Cirlot, es un símbolo de la inmortalidad.
Esta última imagen representa el lugar donde según las tradiciones herméticas, fue enterrado Hiram Abif, arquitecto del templo del Rey Salomón y que fue asesinado a traición por sus discípulos constructores. Esta misma traición la padeció el Dr. Manuel Enrique Araujo, quien fue atacado con machetes y pistolas la noche del 04 de febrero de 1913 mientras disfrutaba un concierto en el Parque Bolívar, falleciendo días después el 09 de febrero. Este monumento es un tributo a la resurrección, ya que su memoria vive eternamente entre nosotros a través de su legado.