La idea de la independencia patria tiene un evidente sentido identitario, es la narración del mito fundacional de la república a la que pertenecemos, debe, por tanto, en su significado más puro proveernos un sentido de pertenencia y protección. De ahí que la narración del mito y la adopción de sus tótems se simplificara para que calara pronto y bien en el imaginario colectivo de nuestro país.
No obstante, si estudiamos un poco más a fondo encontraremos la raíz de los símbolos adoptados como independentistas, en la realidad monárquica y virreinal (mal llamada colonial) que nos precede, porque es el virreinato de la Nueva España, en nuestro caso, la verdadera semilla de nuestra identidad mestiza que dio origen a nuestros países. Enfatizo el concepto de identidad mestiza porque este concepto no discrimina ni invisibiliza ni esconde la realidad de que nuestra identidad cultural es hispana, nahuat, lenca, africana y judeocristiana, enriquecida por las migraciones posteriores, principalmente palestinas, con evidentes influencias francesas e italianas y bajo la hegemonía anglosajona. Negar la identidad mestiza y preferir uno solo de sus componentes puede ser romántico, pero impreciso y cuando se usa mal, hasta peligroso.
El tótem o símbolo por excelencia en los actos cívicos de independencia es la bandera nacional, cuya historia es un vivo ejemplo de lo que escribo. Sus colores son heredados de la orden que creó Carlos III en 1771 para conmemorar el nacimiento de su nieto, Fernando VII; el color azul fue escogido por la devoción a la Inmaculada Concepción de la Virgen María y el blanco por el mismísimo monarca. El uso de la banda azul y blanca puede observarse en los retratos de Carlos IV que adornan los salones de El Escorial y el palacio de Oriente, en Madrid. Es sabido que, a causa de la invasión napoleónica de 1808, Fernando VII fue depuesto y Napoleón coronó en su lugar a su hermano, José Bonaparte, apodado por los hispanos con mucho desprecio como Pepe Botella. Esta acción de Napoleón originó revueltas en la península y en los por entonces territorios españoles de ultramar, en particular en el virreinato de La Plata, donde los rebeldes mostraron su apoyo al que consideraban el verdadero monarca al usar los colores de la orden de Carlos III. Posteriormente, en 1810, Manuel Belgrano adoptó los colores, que recordaban el valor de los rebeldes, para la escarapela argentina durante la revolución de mayo que inició su guerra de independencia, eventualmente estos colores, resignificados por Belgrano, conformarán el diseño de la bandera de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Se cuenta que, en 1820, cuando la Gran Colombia quiso incentivar la independencia de las provincias de Centroamérica envió una expedición por mar y tierra contra los puertos de Omoa y Trujillo, en Honduras. En la expedición marítima destacó un tal Louis-Michel Aury, quien había servido como corsario en el mar Caribe y que en esta campaña ondeaba en sus mástiles la bandera de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Algunas fuentes atribuyen a la admiración de José Manuel Arce por este estandarte enarbolado por Aury el haberse inspirado en usar franjas azules y blanca para la bandera de las Provincias Unidas del Centro de América, luego de la federación y eventualmente usadas en las banderas de las repúblicas de Centroamérica.
El propósito de contar la historia de este símbolo de identidad nacional es ejemplificar que su origen es monárquico, producto de procesos europeos y resignificado en los procesos de independencia criollos como símbolo de libertad. Si poco entendemos el símbolo, poco entenderemos el concepto que pretende representar. Pues, como es obvio, para todos los propósitos, no se le rinde honores a un pedazo de tela de colores, sino a lo que representa, en el caso de la república en el contexto de la independencia patria: independencia y libertad.
La libertad entendida solo como la emancipación de relaciones formales de subordinación entre Estados. Nada más. Y cuando se invoca bajo esa limitada acepción, otorgándole el sentido de reafirmación de identidad colectiva, esta concepción de libertad puede instrumentalizarse como la justificación de las nuevas guerras (armadas o no) en nombre o en defensa de la libertad, también puede convertirse en una suerte de paliativo para la consciencia de quienes ejercen el poder.
Sin embargo, la libertad que todos proclaman, por la que todos luchan, a la que todos defienden, de la que todos hacen discursos, la que todos dicen conmemorar, en el fondo, todos le temen.
Porque esa idea difusa usada en política, aunque insuficiente, es útil en ese contexto porque mueve emociones en la masa, pues la palabra libertad nos refiere a una característica humana intrínseca a nuestra naturaleza: el ejercicio aparentemente irrestricto de nuestra voluntad.
No obstante, los líderes no buscan la verdadera libertad de sus masas, pues eso les arrebataría el poder, que en términos formales se traduce en estructura de gobierno que a su vez implica estructuras jerárquicas necesarias o convenientes y también las relaciones naturales de subordinación que existen en todo colectivo estructurado; es decir, no la buscan, porque de encontrarla alteraría las formas de control y de orden.
Por otro lado, las masas no buscan verdaderamente la libertad que sus líderes pretenden ofrecerles, simplemente porque eso los haría responsables de sí mismos.
De ahí que se haga uso de esa libertad utilitaria para activismo, promover agendas, supuestas revoluciones y fines dogmáticos en general, antes que en generar y asumir un sentido de responsabilidad en nuestras acciones personales y colectivas.
Evidentemente no podemos generalizar, siempre hay un remanente que entiende el ejercicio de los valores trascendentes como la libertad, y es de ese remanente del que eventualmente surgen los verdaderos cambios sociales y las evoluciones culturales.
En ese sentido, la idea de libertad debería ser entendida como la adecuación de la voluntad a los límites impuestos por nuestra propia conciencia, y este concepto debería empujarnos a un actuar moral, responsable y virtuoso en lo individual, pero también en lo colectivo.
¿Estamos listos y dispuestos para ser verdaderamente libres y cumplir los deberes que esa virtud nos demanda?