Sir Ridley Scott ha dado su versión cinematográfica del emperador Napoleón en una cinta que dura dos horas cuarenta. Demasiado larga para una película como esta que se repite monótonamente. «The Economist» titulaba su reseña sobre la película con objetividad feroz: «“Napoleón” de Ridley Scott reduce el tamaño del emperador», para añadir a continuación, como atenuante, que esta «película épica muestra lo difícil que es hacer una buena película biográfica».
La verdad es que es difícil reconocer en este Napoleón, nacido en Hollywood, de Scott, que aparece sin más brújula que sus devaneos sentimentales con Josefina, al hombre que asumió y transformó el torbellino que significó la Revolución francesa sin ser arrollado por ella, cambió el mapa geopolítico de Europa y cuya aventura en España marcó no solo el inicio de su derrota, sino que fue también el golpe de gracia que movió a las juntas de las ciudades hispanoamericanas a exigir su independencia.
El Napoleón de Scott atropella espectacularmente la historia. O simplemente la ignora. Napoleón no estuvo, por ejemplo, presente, confundido entre el pueblo, en la decapitación de María Antonieta. Tampoco abandonó Egipto por el chisme de la última infidelidad de Josefina. Podría haberlo hecho si no hubiese sido Napoleón: lo que estaba en juego en esos momentos era nada menos que el poder en Francia en manos de un directorio que había perdido autoridad.
Los años de guerra desde que Napoleón se coronó como emperador hasta su exilio definitivo a Santa Elena no fueron producto de una loca sed de conquistas, sino resultado del desbarajuste que provocó en el tablero político europeo la irrupción de la Revolución francesa. Por ello, el Congreso de Viena de 1815, realizado después de la derrota y el exilio definitivo del emperador, trató de volver al sistema político absolutista anterior a dicha Revolución.
Scott ha dicho que una película no es un libro de historia. En parte tiene razón. Pero el problema de saltársela en el caso de personajes como Napoleón tiene sus consecuencias. El personaje pierde todo contexto y la película queda sin argumento: batallas que suceden a batallas, líos de alcoba que no logran trascender su intrascendencia. ¿Es lo único que tenemos que decir sobre el emperador? ¿Es este personaje enfurruñado y caprichoso el que el historiador inglés Eric Hobsbawn identifica como «el hombre civilizado del siglo XVIII, racionalista, curioso, ilustrado, pero lo suficientemente discípulo de Rousseau para ser el hombre romántico del siglo XIX»? «Era el hombre de la Revolución», remata Hobsbawn, «y era el hombre que traía la estabilidad». Así se entiende que haya conversado con Goethe del «Fausto», que Beethoven le hubiese dedicado una sinfonía, aunque luego hubiese desistido. ¿Cómo explicar que el joven Hegel lo haya llamado el «espíritu del mundo» cuando terminaba la «Fenomenología del espíritu» en 1806?
«Dice un sabido proverbio que para un ayuda de cámara no hay ningún héroe. Yo he añadido —y Goethe lo ha repetido 10 años más tarde— que esto sucede no porque el héroe no lo sea, sino porque el otro es el ayuda de cámara. Este quita al héroe las botas, lo ayuda a acostarse, sabe que prefiere beber champán, etcétera. Las personalidades históricas, servidas en la historiografía por semejantes ayudas de cámara psicológicos quedan muy malparadas, quedan niveladas por estos sus ayudas de cámara en la misma línea, o seguramente unos peldaños más abajo, de la moralidad de estos finos conocedores de hombres».
Esta advertencia del Hegel ya maduro, en 1830, nos instruye, en otras palabras, para que no pidamos a los ayudas de cámaras pasados y presentes testimonios de grandeza.