La alfarería y el telar de cintura son dos artes u oficios de la cultura ancestral salvadoreña en peligro de extinción. Cada año que pasa, las personas que aprendieron a hacerlo están dejando la tierra y su herencia es un regalo que no todos los familiares quieren recibir.
En el pasado, cuando la industria de los productos en serie no estaba tan presente, un comal de barro hecho a mano o un paño tejido en telar de cintura, era un artículo tradicional y demandado. El tiempo y la modernidad, lo rápido e industrial por sobre la tradición y la artesanía, han pasado factura a acervos culturales intangibles y tangibles.
En Panchimalco, una tierra bendecida por sus pobladores y su enorme respeto y tradición por la cultura transmitida de una a otra generación, las manos de personas artesanas se niegan a dejar morir estas dos grandes expresiones de la identidad salvadoreña.
Iván Villatoro, gestor de desarrollo cultural en el municipio, es reconocido entre los pobladores por mantener y también proyectar todo el caudal cultural que aquí sobrevive. Por eso, como parte de un proyecto de autonomía económica para las mujeres de tres cantones se ha incluido aprender y mantener la alfarería y los telares de cintura. Ambos artes pueden disfrutarse en un tour de turismo rural.
Catalina Quintanilla y Florentina Martínez son dos mujeres que por su virtud son heroínas, ambas tienen un don y se dedican a compartirlo en Panchimalco, para que no mueran las tradiciones.
LOS 400 HILOS DE CATALINA
En los cantones se ha comenzado a rescatar este arte ancestral. En el casco urbano de Panchimalco hay varias tejedoras de cintura, pero en los cantones, la tradición apenas se está rescatando y volviéndose a conocer, pese a que es parte de la tradición religiosa de muchas familias porque los muertos se entierran con paños morados tejidos que son utilizados en la otra vida.
Catalina Quintanilla, junto a otras mujeres, se ha dedicado desde el año pasado a aprender a tejer con su telar de cintura.
Ella es la más sobresaliente del grupo que recibió los conocimientos básicos y sobre cómo tejer mantas. Ahora tiene como misión seguir enseñando a otras mujeres en otros cantones y seguir con el siguiente paso: tejer paños. Catalina también ha enseñado a nuevas generaciones como a Sofía Cortez, de 8 años, quien ya domina el tejido de manta.
Ver a doña Catalina en cada paso de la tejeduría es toda una escuela que hace apreciar el valor de una manta, o un pedazo de tela.
Todo comienza con el urdidor, una herramienta de madera con una base y dos palos ubicados en forma vertical a cada lado. Allí ordena 400 hilos para tejer una manta. Son 400 hilos, ni uno más ni uno menos, «sino no sale la tela», explica. Para no perder la cuenta, los separa con una hebra de hilo de otro color por cada 20.
Una vez están ordenados se convierten en urdimbre, que son el conjunto de hijos ordenados de manera paralela, es decir, que ninguno se cruza con el otro.
Entonces, se colocan en el telar. Este cuenta con al menos 10 partes: un extremo se amarra a un árbol o columna de la casa y en la otra a una faja o cincha que se sujeta a la cintura de la tejedora.
Entonces, empieza el arte. Las manos de Catalina pasan la aguja de un lado a otro, mueven el corvo o machete, sostienen el corazón delgado y el grueso y como es manta, también pasan hebras de otro color en forma horizontal. Este tejido se llama pepenado que es para las mantas.
Catalina teje y se concentra. Ella y el telar tienen un diálogo ancestral y los demás la observan para aprender desde el cantón San Isidro. Con ella, y las jóvenes de Panchimalco, el telar de cintura seguirá viviendo.
FLORENTINA, LA ÚLTIMA ALFARERA DE PANCHIMALCO
Todo en ella es pequeño. Pero en sus dos manos hay fuerza e historia. Florentina Martínez, conocida en el caserío El Caracol, en Panchimalco, como la niña Tina, tiene más de 40 años de ser alfarera. Es de pocas palabras, pero es honesta y bondadosa, comparte su arte con quien le pregunta y enseña a quien quiera aprender.
En su espalda hay una joroba producto de su oficio, pero es ágil y aunque se cansa, y hay días en los que quiere abandonar su don, siempre vuelve a machacar la tierra, a preparar el barro mezclando lo más «cueshte» (fino) y los más arenoso (grueso).
Antes, ella misma iba a buscar la tierra, pero no es fácil y no queda accesible. Ahora paga por que se la lleven. No es cualquier tierra, ella misma les dice de dónde extraerla. La tierra también se la venden.
El amasado lo hace hincada. Tira un plástico en el piso de tierra de su casa, la medida son canastas de tierra «cueshte» y otra arenosa, con su mano agrega un poco de agua. En sus dedos tiene la medida y sabe cuando el barro está en su punto para comenzar a darle forma a lo que hará: comales, vasijas, cántaros, ollas, tostadoras de tortillas o candelabros.
La alfarería la aprendió de su mamá, otra mujer panchimalquense, originaria del barrio Concepción. Cuando ya estaba grande decidió empezar su familia, pero pronto volvería a su arte hasta ahora que sus nietos le ayudan a machacar la tierra.
«Cuando ya le doy forma al comal, se alisa y se raspa. Tengo mis piedras para eso, una es de trueno, la conseguí hace años. Luego se pone en el tanate y allí se va viendo cómo se alisa. Luego lo pongo al sol para que se seque. Después se quema en la leña y ya se puede usar», describe Florentina con su voz suave, pero firme.
El arte está en el alisado, en darle el grosor y la medida perfecta, esto lo hace sobre una lata con sus manos y agachada, despacio sin prisas, pero con precisión, porque en el secado puede rajarse del centro y todo habrá sido en vano. A ella no le pasa, porque sus manos de alfarera tienen la forma, el cuidado y el don necesario para crear sin pérdidas.
A veces trabaja dos o tres veces por semana. Sus artesanías las vende a los turistas que llegan o por algún encargo, no es tan rápida la venta. También, en ocasiones, la buscan de las tiendas de artesanías, pero apenas ofrecen $2.50 por un comal, un precio que no compensa el trabajo, el tiempo y el costo de la pieza.
En la familia no hay quien quiera heredar el trabajo. Unas mujeres de otros cantones están aprendiendo, pero luchan con el reto de encontrar el barro adecuado. Florentina es la última alfarera de Panchimalco, y la lucha es que ella sea eterna en las manos de otras que sigan haciendo lo que les enseña.