Exponer sin más ni más una teoría sobre la autenticidad, aunque parece una faena de sobrada doctrina desde todas las áreas del conocimiento, en realidad carece de sentido teórico si no se concibe bajo su sencillez y realidad práctica. Es que el hecho de ser quien se es, ya en sí mismo implica una auténtica esencia no comprendida; claro, el que no haya necesidad de utilizar trapos ni hábitos que oculten lo que se es para parecer más duro y por tal no molesten, si solo con el dispuesto de mostrar lo que uno ya es, es suficiente para que tema hasta el más vil de los abusivos, que no comprendería la grandeza de ser uno mismo.
Ya lo decía la magnífica escritora Elena Poe: «Quién necesita disfraz, si solo el hecho de ser uno mismo ya asusta a cualquiera». Pues bien, esta profunda verdad literaria es una enriquecedora enseñanza para quien estime importante ser él mismo y no buscar mostrar fachas plásticas de quien no se es, conforme a los tontos parámetros sociales de adecuarse a una sociedad profundamente sucia y enferma.
De tal suerte que, para visualizar no solo en lo académico sino también en lo experiencial, la belleza de la autenticidad se debe ante todo a perder el temor (alargación psicológica del miedo natural) y, así, obtener una libertad primaria que alcance como mínimo para la expansión de un fundamento de empezar a ser quien se es, aceptando eso que se es como algo de gran precio. ¿Acaso no es preciosa la vida tal cual es de cada individuo si nunca ha habido ni habrá alguien como él? Y si se quiere ver desde la verdad bíblica, cada persona vale la sangre derramada en el madero por amor de Jesús de Nazareth.
Pues bien, siguiendo con esta postura, es necesario plantear lo expuesto por el gran psicoanalista Carl Gustav Jung: «El privilegio de tu vida es convertirte en quien realmente eres». Quién eres y no quién deberías ser, pues en la medida de ser lo que se es la evolución natural te va llevando hacia el deber ser, que es tu propio ser. Así que la clave realmente está no en un trabajo arduo de búsqueda externa, sino, por el contrario, un trabajo arduo de búsqueda interior en el autoconocimiento, la autodetección y la autoaceptación.
Es claro que nuestro aquí es mágico, pero no bajo la premisa de fantasía mística o de Disney, no, me refiero a la magia de crear, de esforzar, de estructurar, de legar a las nuevas generaciones lo que se fue y lo que se quiso hacer. Esa es la gran tarea de todo ser humano, es su propósito, el ser quien se es y con ello aportar a la humanidad el puente de comprensión para que todos alcancen a ser lo que son. ¡Vaya labor la propuesta y cierta!
Por ende, ser auténtico no es una máxima de moda ni de círculos mistéricos ocultos, es ante todo una luz capaz de irradiar a todos su verdad; es tal como exponía el sabio Lao Tzu: «Cuando estés contento de ser simplemente tú mismo y no te compares ni compitas con nadie, todos te respetarán». Respeto de todos sin buscar el respeto, solo siendo quien se es bajo la idea de estar en paz. Eso sí que es un regalo inconmensurable al alcance de todos.
Quisiera al respecto de lo dicho con antelación concluir esta columna, querido lector, aportando una estrofa de la letra de una exquisita trova del cubano Silvio Rodríguez: «Yo sé que la necedad parió conmigo, la necedad de vivir sin tener precio, la necedad de asumir al enemigo, la necedad de vivir sin tener precio; yo no sé lo que es el destino, caminando fui lo que fui, hay adiós que será divino, yo me muero como viví». Estas palabras determinan y resumen de forma revolucionaria en sí todo lo que se ha expuesto; es decir, esa capacidad que cada ser humano debería poseer, de ser él mismo y no luchar por ser alguien más o algo más, pues al final, somos lo que somos y eso es lo único que realmente cuenta.