Recuerdo cuando de pequeño intentaba comprender algunas pláticas de los adultos, en las que mencionaban una guerra que había asolado al país no mucho antes de que yo naciera, como las anécdotas de ese tiempo recorrían aún como espectros la memoria rota de una sociedad que volvía a caer en las garras de la violencia, la corrupción, la pobreza y la desesperanza. Con el tiempo, mientras fui creciendo y conociendo a la gente que vivía en mi colonia, los que vivían más allá, en las zonas rurales, los que vivían no tan lejos en las cercanías de los ríos, apilados unos sobre otros, en casas de lámina, a la sombra de grandes edificios, ¿en dónde había quedado aquella batalla por la justicia y la libertad, que costó millones de vidas? Parecía que solo había sido un mal sueño, uno que no terminaría nunca.
En el trayecto a convertirme de joven a adulto, la comprensión de este fenómeno se hizo más clara: la raíz de todos los males, la pobreza, el subdesarrollo, la violencia, la migración, todo estaba interconectado, y al buscar el origen del problema, como si se tratara de un diagrama de Ishikawa, llegaban todos al mismo punto de origen: la corrupción; un pueblo que había sido esclavo de las familias oligarcas fundadoras, que usurparon sus tierras bajo la ley, que los destruyeron en genocidios indígenas, los que heredaron el poder a través de dictaduras en el resto del siglo XX, los que dieron paso al oscuro episodio de los ochenta y negociaron el paso a la riqueza de una política sucia, una «democracia» que solo liberaría los derechos de aquellos que representarían la creación de un mecanismo blindado, uno donde las arcas del Estado se convertirían en la caja chica de los corruptos, donde el Órgano Legislativo crearía y modificaría las leyes que les promovieran beneficios, donde el Judicial los protegería en el amparo «constitucional».
Al darme cuenta de la contundente realidad que teníamos, contemplé que las probabilidades de que el pueblo se alzara en armas en tan poco tiempo ante esta abominable realidad no pasaría, nadie quería volver a esos días, en las urnas parecía no existir un camino que no llevara al mismo resultado, los colores no engañaban a quien conocía más allá del fanatismo, el asedio a la libertad del progreso, todos esos emblemáticos nombres de políticos que parecían nunca terminarían su reinado, plagado de parcialidad y nula ética. ¿Qué se podía hacer ante una fuerza que parecía imposible de vencer?
El 1.º de junio de 2019 comenzó la concreción de un mañana, uno donde comenzaría la caída de los gigantes, donde el sistema impenetrable que habían creado bajó la guardia por primera y última vez, lo que se creía invencible comenzaría a caer como un castillo de naipes, como una reacción en cadena. Terminar con siglos de corrupción es un proceso que llevará mucho tiempo, que deberá llegar hasta lo más profundo de los tres órganos del Estado, en donde todo funcionó desde siempre a favor de otros y no del pueblo salvadoreño. Una verdadera revolución se encuentra en proceso, una que no está pintada por la falsa fachada del socialismo y el comunismo inexistente, una en donde el pueblo toma la decisión de purgar al Estado, concediendo por medio del voto popular y la democracia la confianza de cambiar de una vez por todas el sistema.
La Carta de las Naciones Unidas establece en el artículo 1.2.: «Fomentar entre las naciones relaciones de amistad basadas en el respeto al principio de la igualdad de derechos y al de la libre determinación de los pueblos, y tomar otras medidas adecuadas para fortalecer la paz universal». Como principio universal, ningún Estado puede intervenir la libre determinación de los salvadoreños, ninguna injerencia extranjera tiene cabida en la reforma más grande de la historia del Estado salvadoreño, será el mismo pueblo el que determine el avance del desarrollo y desarme del arma que lo mantuvo de rodillas desde hace 200 años.
Ejemplos sobran de cómo las grandes decisiones pueden hacer una diferencia entre dar un salto al futuro o prolongar la miseria de generaciones. A finales del siglo XX, El Salvador tenía un PIB mayor que naciones como Singapur, hoy por hoy el cuarto país más rico del mundo, según el poder adquisitivo de sus habitantes. La diferencia radicó que mientras nuestra nación era saqueada por las grandes familias y las dictaduras, Singapur optó por el líder Lee Kuan Yew, quien impulsó por 30 años reformas de control estatal para impulsar la industrialización y mano de obra calificada en distintas áreas científicas. Al carecer de recursos naturales optaron por ser elegibles para la modernización de la industria desde el modelo capitalista, lo que antes era una isla dependiente del imperio británico ahora lo supera en calidad de vida; es un ejemplo para el mundo de cómo las reformas estructurales de un Estado pueden cambiar el curso de la historia, lograr lo imposible.
La carrera por la innovación y el desarrollo no se gana temiendo ni subyugándose a vivir 100 años más en las sombras de los maletines negros, los golpes de Estado, las guerras con miles de muertos y sueños rotos. La verdadera revolución del siglo XXI se pelea todos los días en la defensa de la libertad, la decisión popular, de los principios y anhelos que defendemos aquellos que creemos en nuestro país, que amamos haber nacido aquí y que nos quedaremos a seguir peleando por ese ideal, en las calles combatiendo la delincuencia, en las fábricas y los campos sudando el progreso, en los hospitales cuidando de los demás, en los aeropuertos y puertos de desembarco desarrollando la logística, en los talleres y oficinas moviendo la industria y la exportación, en las montañas y las playas emprendiendo el turismo. Sin retroceder ni un milímetro, vamos hacia adelante, marchando al mañana decididos a no permitir que una generación más tenga que vivir en el mundo que nos heredó un siglo de oscuridad.