La celebración del Día de Acción de Gracias fue lo primero que me sorprendió de la cultura gringa, mi madre lo celebraba con sus cheras que se reunían en un apartamento «single» en la Magnolia y Olympic. Era a inicios de noviembre de 1980, y yo todavía tenía «olor a monte».
Yo no entendía su significado, pero era impresionante ver aquella mesa llena de manjares: un pavo chelón bañado con la salsa típica guanaca, que no tiene competencia; una ensalada rara que combinaba lo mejor de las verduras mexicanas-salvadoreñas-gringas (rábanos, jalapeños, pepinillos, «dressing de blue cheese», aceitunas, crotones, pasas, flor de izote, pacayas, coditos, puré de papas, «gravy» y un cachimbo de bolillos). El orgullo de ellas era su aporte culinario a la cena del «turkey»: la ensalada rusa y el recaudo, cuyos ingredientes (relajo) y la forma de prepararlo eran la clave del toque guanaco. «¡Ay, papito!», me decía mi mamá, «aquí los gringos toparon con nosotras».
Al principio (mediados de los setenta), la celebración para mi madre y sus amigas era un acto de solidaridad entre ellas; un encuentro para llorar unidas por la ausencia de sus hijos y abrigarse solidariamente para enfrentar un nuevo país, una nueva cultura. Ellas trabajaban cocinando en trocas loncheras, que recorrían las construcciones con sus burritos y pupusas o limpiando casas en Beverly Hills. Pero ese Día de Acción de Gracias competía con la cena navideña.
Yo siempre de metido y con la inocencia tercermundista, la cuestioné: «Y usted de dónde ha sacado eso de andar cocinando chumpes payulos…», y ella muy convencida, me refutabó diciéndome que lo aprendió cuando por ganarse horas extras se quedaba en la casa de sus patrones para cocinarles los pavos. Pero que una vez terminaba de sacarlos del horno, salía en guinda a reunirse con sus amigas para celebrar a su estilo una «noche de dar gracias» por haber llegado a un país que a tragos y rempujones las había albergado.
Al inicio me costaba digerir la celebración; lo mismo pasaba con los de mi generación, que creíamos que era un acto de doble moral y un sentido de culpa histórica con los nativos de ese país (la verdad es que su origen data de 1600, en un acto de agradecimiento los peregrinos ingleses les dieron las gracias a los nativos por haberles enseñado a cosechar nuevos cultivos). Sin embargo, al ver aquel acto de amistad entre las cheras de mi mamá fui interpretando cómo ese día en el año se dedicaba a dar gracias porque el coyote había logrado llevar salvos a sus hijos, llorar a los que no habían podido pasar salvos la frontera y fueron deportados en su quinimil intento, dar gracias por tener trabajo, y sobre todo, por tenerse a ellas mismas y apoyarse lejos de la tierra que las vio nacer.
Con el tiempo me tocó compartir esa cena en Phoenix, New York, Chicago y Boston, tanto con gabachos, nativos, afroamericanos, puertorriqueños, mexicanos y cubanos, y tuve «obligadamente» que llegar a apreciar el relleno del pavo. Y debo reconocer que es una obra de arte, la combinación de pan duro, cebolla, apio, perejil, romero, salvia, mantequilla y consomé; igual se puede combinar con cerdo, res, frutos secos, arándanos, elotes dulces, «cranberry juice», puré de camote, «pumpkin pie», puré de papa; y mi encule de todos los tiempos: el «gravy».
Pero jamás va a superar a la salsa guanaca: laurel, ajonjolí, maní, pepitoria, orégano, pimienta de castilla, chile ciruela, chile guaje, nueces, pistacho y cacahuate, tomate, cebolla, y chile verde. Mientras horneás el chumpe, todo ese juguito que despide se lo agregás a todo ese menjurje para licuarlo; las más atrevidas le agregan una tablilla de chocolate con una botella de vino. Pero la clave, el toque de todo, está en cómo lo horneás: la chompipera es fundamental y durante el proceso de horneado le estás dando como una especie de baño de maría con la suculenta salsa, para que el animal vaya absorbiendo la salsita y no quede insípido.
En El Salvador, hay quienes son tan extremistas que ponen bolo al chumpe a puro guaro y maíz durante una semana, según la creencia para que la carne sea más blandita, los músculos se relajen y esté tranquilo a la hora de sacrificarlo.
Cuando recuerdo el Día de Acción de Gracias no puedo olvidar a esas mujeres guanacas que arriesgaron todo por llegar a Estados Unidos y ofrecerles un mejor futuro a los suyos; quienes ahora son ciudadanas, orgullosas de tener doble pasaporte, ya están retiradas y sus hijos e hijas ahora son catedráticos, empresarios con familias que de seguro estarán ya preparándose para ver dónde y quién será la que organizará la cena.
Posdata: Gracias a Moi Escalante, en Los Ángeles, y a Salvador Gómez Góchez por compartir sus memorias. A mi madre, que está escondida de la COVID-19 allá por Silverlake y cuyas anécdotas me siguieron a lo largo de todos los años que viví en EE. UU. A mi hermana que ya va saliendo de la COVID-19 y de seguro va a preparar no menos de cuatro gallinas en su salsa. En El Salvador a @CipactlyChef, por sus recetarios y por ilustrarme cómo retorcerle el buche al xolot, guajolote, chompipe, chompipollo, gallina de la tierra o como usted quiera llamarle.