«Uno de cipote es tonto…».
Dónde estarán los amigos de ayer,
la novia fiel que siempre dije amar.
Dónde andarán mi casa y su lugar,
mi carro de jugar, mi calle de correr.
Dónde andarán la prima que me amó,
el rincón que escondió, mis secretos de ayer.
Parte de mi infancia se dividió entre Santa Ana y Mejicanos. No sé cómo mi tía terminó un día comprando una casa en la colonia Jardín, lugar donde frecuentemente mi abuela me llevaba a visitar a mis primos.
Para mí era una «gran onda» ir a la capital. Salíamos de Santa Ana en la ruta 101 que pasaba vía Ciudad Arce, conocida popularmente como la Tortuga. El viaje en ese autobús era una travesía, pues se tardaba una eternidad, paraba de pueblo en pueblo, y en cada parada no faltaban las vendedoras de sandías y mango.
Recuerdo que, en la parada de Coatepeque, frente a la iglesia del Santo Niño de Atocha, eran famosas las pupusas de pescado con tomatada, y cómo olvidar el fresco de horchata de Ciudad Arce… son recuerdos imposibles de borrar de mi memoria.
La primera vez que llegamos con mi hermano a Sívar fue memorable, quedamos hasta bobos de ver lo largo y ancho que era el bulevar de Los Héroes. Pasar vitrineando en Metrocentro, sentir el olor que te atrapaba desde afuerita del clásico Pollo Campero, pues con los pocos centavos que traíamos en nuestros bolsillos no nos alcanzaba ni para comprar una alita.
Por ello, me es difícil digerir ahora en este pequeño relato de vida el shock que ambos sentimos al llegar a este espacio tan memorable de la capital, en San Salvador. Lo curioso es que algo similar me pasó la primera vez que llegué a New York, recuerdo que me quedé perplejo al ver las extensiones inmensas de los edificios y las largas filas de ellos, perdidos en el horizonte.
Cómo olvidar que caminamos y caminamos por todo el bulevar, donde logramos ver las afamadas hamburguesas Hardee’s, a su paso vimos un gran barco que servía de chupadero. Logramos conocer el famoso Edificio Roble, que, en ese entonces, se jactaba de ser de los más grandes de Centroamérica. Enfrente quedaba también el majestuoso Hotel Camino Real; ni siquiera nos atrevimos a cruzar la calle y meternos a curiosear de lo impactante que fue para nosotros.
Y así fuimos caminando como brutos con la boca abierta viendo el desarrollo de la capital. Finalmente, a medio camino llegamos a la Autopista Infantil, el paraíso para uno de cipote.
Lo primero con que te topabas era con el barco del Caribe que se balanceaba, en el que los bichos subidos en esa rueda gritaban —no sé si de placer o de miedo—. Pero nosotros no teníamos ni siquiera un centavo para jugar ni en las maquinitas, por ende, solo nos limitamos a ver, pero eso sí, nos matábamos de la risa de ver cómo sufrían los bichos en esos juegos.
Recorrimos, además, todos los pasillos de la sala de juegos hasta llegar a una mesa famosa que, a base de aire, hacía desplazar rápidamente una rueda, para que los jugadores con una especie de cono intentaran meter a través de una ranura esa babosada que nos dejaba hasta pendejos. Estaban las mesas de juegos de Ping Ball, que eran hegemonizados por los bichos de avanzada edad. En ese lugar vimos por primera vez los juegos de Atari, que se limitaban prácticamente a dos: el de la nave espacial destruyendo asteroides hasta fulminarlos y el otro, en el que dos jugadores aparentando ser tenistas intentaban darle a un cuadrito para que rebotara en toda la pantalla hasta lograr confundir al oponente, similar al juego de tenis.
Y así pasamos horas y horas sin poder jugar un solo juego, solo viendo, pero haciéndole huevos a nuestra realidad de infantes, esa era nuestra diversión. Una vez cansados de tanto vacilar seguimos nuestra ruta a pata hacia Mejicanos (aún recuerdo el largo recorrido que hacía la ruta 30-A). Esta ruta por lo general se abordaba siempre en la Terminal de Occidente, me había aprendido de memoria todo el recorrido, el cual pasaba por Antel Roma, luego cruzaba por la avenida Araujo, subía por la Zona Rosa, bajando nuevamente por el Salvador del Mundo (ahí doblaba hacia el bulevar de Los Héroes). Luego seguía derecho hasta llegar a la universidad nacional, donde doblaba a la izquierda para pasar por el edificio de la ANDA, por la zona conocida como el Pañuelo, le daba vuelta a la UES para incorporarse a la Universitaria Norte, doblando a la izquierda del mercado de Mejicanos, y antes de llegar a la alcaldía, doblaba a la izquierda rumbo a Mariona (justo en medio del mercado, hacia la izquierda, buscando los edificios familiares), y en esa esquina, me bajaba para caminar a la colonia Jardín. Fue inolvidable. Esa vez hicimos con mi hermano toda la ruta a golpe de calcetín, todo por llegar a ver a mis primos…
¡Jamás olvidaré el pasaje de la colonia!, donde transcurrieron momentos que nos marcaron para toda la vida.
¿Cuánto gané? ¿Cuánto perdí?
¿Cuánto de niño pedí…?
¿Cuánto de grande logré?
¿Qué es lo que me ha hecho feliz?
¿Qué cosa me ha de doler…?
El tiempo se fue volando y a mis primos se los llevó mi tía a Estados Unidos a finales de los setenta. Todos residieron por muchos años en Santa Ana, en Orange County, exactamente en la calle Bristol y McFadden. En total, son ocho hermanas y tres hermanos, la mayoría de las mujeres se casaron con mexicanos y criaron una nueva generación de «salvamexican» (hasta nietos tienen ya). Todo un ejército de jóvenes que nunca han visitado el país y que por herencia se disputan permanentemente temas transculturales entre tacos, pupusas y hamburguesas.
Con el pasar de los años dejaron Orange County, una se fue a vivir a El Paso, en Texas; otra, cerca de Bakersfield; el resto se quedó en el sur de California. Y hace un par de años mi tía se nos fue, pero quedó su legado… haber sido una de las pioneras en ayudar a llevarse a muchos chalatecos al norte, de mojados.
Pasa el tiempo, pero esos recuerdos de la colonia Jardín, en Mejicanos, y las reuniones familiares de Thanksgiving en Santa Ana, California, son recurrentes en mi memoria. Hoy mi tarea es convencerlas a ellas para que regresen a visitar la tierra que las vio nacer.
Si bien es cierto que la colonia Jardín perdió la belleza con el paso de los años, dejó de existir la Autopista Infantil y la ruta 30-A ya no hace el mismo recorrido, ahora encontrarán un paisito cuyas playas no tienen nada que envidiar a las playas de Santa Mónica y Malibú.
Mis primas son mujeres latinas, guerreras por herencia y que a pesar de tener 40 años de vivir en la USA nunca les faltan las pupusas y la sopa de patas —bueno, para ser honestos—, más tirándole al pozole y al mole poblano.
P. D.: Ese día que fuimos a Sívar por primera vez con mi hermano y con un dinero que nos dio mi tía para regresarnos nos compramos una Big Mac, que no la tocamos hasta llegar a Santa Ana y darles carita a los bichos del barrio… es que uno cuando es cipote es tonto.