Mi tía fue una chalateca de pura cepa. Nació en Areneros, nada que ver con los de «devuelvan lo robado», sino que fue un cantón cerca de Chalatenango que desapareció con la construcción del embalse Cerrón Grande. Todos los habitantes de ese caserío fueron obligados a migrar, entre ellos mi abuela materna y mi tía, una mujer con temple de hierro, maestra de primaria que recorría las escuelas de su querido departamento norteño y que además pertenecía a AMES, la contraparte de Andes 21 de Junio.
Por su trayectoria como maestra, logró ganarse la simpatía de muchos lugareños que la admiraban y respetaban. Eran tiempos de Lemus y el Tapón Sánchez Hernández, a quienes ayudó en sus candidaturas presidenciales. No sé cómo, cuándo, ni por qué emigró a California a principios de los setenta; ella, a diferencia de otros, estudió muy bien las rutas que utilizaban los coyotes en esos tiempos y más temprano que tarde encontró en ese negocio su futuro.
No sé a cuántos pollos chalatecos ayudó en su travesía al Norte, pero lo que sí es cierto que poco a poco fue cultivando la fama de ser una coyota eficaz y considerada por sus accesibles honorarios y facilidades de pago.
Mi tía fue quien me llevó a
EE. UU., al darse cuenta de que me perseguían los escuadrones por ser un estudiante organizado en las LP-28, yo apenas tenía 14 años. Pero no todo en esta vida es de choto, ella me puso como condición que le ayudará a «instruir» a los otros siete campesinos que llevaba a Califas [California].
–Mirá –me decía mi tía– lo único que tenés que hacer es enseñarles a que se memoricen las materias universitarias, que se aprendan el himno mexicano y una que otra dirección de Guadalajara.
Chiche no estaba la cosa, casi todos se aprendían las materias, pero uno de ellos era más topado que un diputado electo solo por ir en la planilla nacional. A este Chele, que omito decir su nombre no vaya ser que lo deporten, no le entraba ni a tragos ni rempujones la coartada: «mexicanos al grito de guerra», los colores de la bandera, el recordar que vivía en Zapopan. ¡Nada! Yo estaba convencido de que al primer retén a este Chele lo mandaban de retache y me imaginaba la puteada de mi tía, porque había fracasado con uno de sus pollos.
Como ya eran muchos días de estarnos maiceando en Yahualica, Jalisco, y la inversión se le estaba disparando, mi tía decidió seguir la ruta que incluía Guadalajara-Mazatlán-La Paz-Ensenada-Tijuana. Logramos llegar a La Paz, Baja California, de puro milagro. Por cierto, la ruta Mazatlán-La Paz es uno de los paisajes más inolvidables que he vivido.
De La Paz hasta Tijuana, fue relativamente fácil y por eso mi tía me hizo responsable de ellos hasta Tijuana. Se sabían al pie de la letra todas las indicaciones, excepto el Chele.
Lo bonito fue cuando logramos pasar al otro lado y al llegar a San Ysidro, nos agarró la Migra. Uno a uno los agentes migratorios nos fueron cuestionando: ¿de dónde ser tú?; cántame una parte del himno mexicano; ¿quién fue Benito Juárez? Y al final, uno a uno fue ponchado y apartado a una patrulla para ser deportado a El Salvador por el acento, a excepción de dos: el Chele y yo.
Durante el interrogatorio que le hicieron al Chele, quedé perplejo con sus respuestas a los agentes migratorios: ¿de dónde tú eres?
Chele: de Guadalajara, Guadalajara.
Agentes migratorios: ja, ja, ja (es Guadalajara, Jalisco, pendejo; decía en mis adentros).
Agentes migratorios: ¿Cuántos colores tiene la bandera mexicana?
Chele: siete
Agentes migratorios: ja,ja,ja. Cómo que siete (suerte tenía el Chele que uno de los agentes era chicano). ¡Si serás güey!
Chele: (señalando una bandera mexicana) verde, blanco y colorado, ahí van tres; el café del águila, cuatro; la flor de los laureles, cinco; hay dos clases de amarillo, pico del águila; y la serpiente.
Agentes migratorios: ja, ja, ja, solo por eso te vamos a dejar en Tijuana.
Con el Chele logramos pasar al segundo intento, el resto del grupo fue deportado e intentaron hasta tres veces pasar y nunca lo lograron. Cinco años después en una visita que le hice a mi tía, después de regresar de NY, le pregunté por el famoso Chele topado. Mi tía, muerta de la risa, me contestó: «No jodas, ese chele de pendejo no tenía nada, ya va a venir por ahí». Y cabal. Como en una película del viejo oeste, apareció el Chele; se bajó de un Camaro de 1986, botas de vaquero, hebilla y sombrero de ranchero y junto con él su esposa gringa y una niña de tres años; ya era ciudadano. Yo todavía era mojado en esos días, para mi salvedad a punto de ser amnistiado por Ronald Reagan.
Esa tarde nos dimos un fuerte abrazo y disfrutamos juntos después de tantos años una birria tapatía a la par de una sopa de patas. Me quedé con un nudo en la garganta y no tuve el valor de decirle que mientras todos pensábamos que en ese viaje él era el único pendejo, resultó que los pendejos éramos nosotros.
Posdata: Fue mi única experiencia como aprendiz de coyote, era un cipote inocente y jamás lo volví a intentar. No sé a cuántos logró pasar mi tía y cuántos también se quedaron en el intento. Ella murió hace un par de meses en el condado de Orange, California, víctima de la COVID. ¡Te quiero eternamente, tía!