Practicar el debate es un deleite para las mentes inquietas, traviesas e inconformes con los lugares comunes y simplificaciones de la realidad. Conociendo y aplicando las técnicas argumentativas, de la mano con una rigurosa investigación y un imprescindible sentido crítico, el hecho de debatir resulta una actividad enriquecedora e iluminadora.
Además de conocer las distintas maneras para fundamentar una postura a favor o en contra de algo, en el debate es importantísimo detectar las falacias argumentativas: razonamientos aparentemente lógicos y verdaderos, pero que en el fondo esconden un engaño o carecen de fundamento real.
Una de las falacias más comunes, pero también más erróneamente señaladas, es la falacia «ad populum», también llamada falacia de la mayoría. Esta consiste en declarar válido un argumento simplemente porque la mayoría de las personas así lo cree.
En el campo de las ciencias, donde hay hechos objetivos y verificables, es evidente que el dato debe prevalecer por encima de una opinión mayoritaria equivocada, por ejemplo, en un partido de fútbol, la goal-line technology puede establecer que el balón rebasó en su totalidad la línea de meta y declarar gol del equipo visitante, aunque miles de aficionados locales clamen lo contrario.
Sin embargo, en el campo de las humanidades y en la vida social el señalamiento de una presunta falacia de la mayoría («ad populum») es asunto más complicado y no siempre resulta apropiado ni pertinente. La tesis a la que apunta el presente artículo va en este sentido: rechazar automáticamente una opinión común a muchísimas personas, etiquetándola sin más como falacia «ad populum» por el simple hecho de que es la mayoría, es un autoengaño y da lugar a lo que podríamos llamar la falacia de la minoría, pues en ese rechazo generalmente va implícita la afirmación de que la minoría siempre tiene la razón frente a las masas.
En realidad, esta falacia de la minoría supone una mala comprensión de la falacia «ad populum»: una cosa es cuestionar la veracidad automática de lo que la mayoría opina (lo cual puede ser cierto o no, eso dependerá de un análisis más profundo); otra muy distinta es afirmar, sin más, que algo es falso únicamente porque es popular.
Un ejemplo local que ilustra la falacia de la minoría es este: cuando la población aprueba en alto porcentaje la gestión del presidente, siempre hay una furiosa oposición que sale inmediatamente a descalificar dicha opinión por el simple hecho de que es popular (diciendo que sería una falacia «ad populum»). En ese mismo acto se adjudican automáticamente la autoridad de los «iluminados» para llamar al pueblo «ciego» y «engañado», como si supieran más de la realidad que la propia gente que la está viviendo.
Una aproximación más inteligente al fenómeno de la aceptación popular del presidente sería la siguiente: si la gran mayoría de los salvadoreños está convencida de que su gestión es positiva, antes que negar o descalificar dicha opinión como si fuera una falacia «ad populum», lo sensato sería indagar (con mente abierta, sin prejuicios, con respeto y sin pedantería) por qué razones las personas opinan de esa manera, empatizando con la gente para comprender su realidad.
Considerando el complicado tema de las ideologías, es particularmente difícil dar una receta infalible contra las falacias argumentativas. Hay que desarrollar el pensamiento crítico, lo cual implica cuestionar las apariencias externas e internas, incluyendo nuestras propias certezas, que son la principal fuente de nuestros engaños. Encerrarse en el convencimiento de que uno es siempre el iluminado que va a sacar a los demás de la caverna platónica (es decir, la minoría «sabia» contra la mayoría «ignorante») puede ser una peligrosa trampa del ego.