El Salvador ha pasado por diferentes etapas políticas marcadas por los intereses de unos pocos. Los presidentes del país siempre fueron gerentes de los poderosos, y los funcionarios, los ejecutores de sus caprichos en cada institución del Estado.
La selección de ministros y directores clave nunca fue decisión de los mandatarios, les fueron impuestos. En el caso de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, Corte de Cuentas de la República, del fiscal general y procuradores, obviamente eran juramentados por los partidos políticos mayoritarios, pero con listado en mano proveniente de los «dueños de la finca».
El mismo Tribunal Supremo Electoral siempre fue conformado por personas alineadas al poder fáctico para aplicar las leyes y reformas a su conveniencia, y blindar así el sistema político electoral corrupto que les permitiera el control del país «por siempre».
Los salvadoreños fuimos sometidos a la ola mundial que establecía que en los «Estados democráticos» la mayor influencia en los sistemas políticos la ejercieran los poderes económicos, por encima de la decisión soberana de sus ciudadanos.
De esa forma, la cosa fue más fuerte desde 1992, cuando los núcleos de interés económico impusieron el sistema político bipartito, usaron a los grupos de comunicación social –cada vez más sesgados y agresivos–, y financiaron directamente a los partidos y candidatos.
Claro, eso explica la composición de la misma Constitución que, a pesar de contar con algunos artículos que dizque son para proteger los derechos del pueblo, ha servido para ese fin de «Estado democrático» confeccionado por ese poder y apadrinado por sistemas capitalistas.
Es ahí donde se entiende que el nombramiento de todo tipo de funcionarios realmente no sucedía en discusiones legislativas. La fumata blanca salía de la hoguera de la capilla de los «influyentes». El desacuerdo entre las familias poderosas muchas veces ocasionó retrasos en dichas selecciones. Como he reiterado en columnas anteriores, la repartición de funcionarios para beneficio particular es a lo que llamaron «democracia y estado de derecho».
Para darle credibilidad a esas acciones, y a otras, es que dieron vida a fundaciones y ONG que se autodenominaron «tanques de pensamiento», desde donde se dictaban directrices sociales y económicas. Solo basta ver las conformaciones de sus juntas directivas a lo largo del tiempo. Todo estaba fríamente calculado.
El periodismo local, que creyó que poseía toda la verdad, nunca entendió que navegó con un pequeño porcentaje de la realidad, el único permitido por los pudientes, y también porque siempre usaron plumas y micrófonos en páginas y pantallas empresariales. Algunos, los más pícaros carniceros, cuando lo entendieron decidieron aprovechar el «nuevo conocimiento» para llenar sus manos de dólares, ante el despilfarro desesperado del poder fáctico al que el pueblo le arrebató su influencia en 2019.
Lo mismo leyeron los pillos para dar vida a ONG «luchadoras de transparencia y anticorrupción», pero que son simples grupúsculos de activistas y oportunistas disfrazados de sociedad civil.
El daño hecho a El Salvador ha sido monumental. ¡Cuántas riquezas acumuladas provenientes del estrangulamiento de los bolsillos del pueblo! ¡Cuántos mercaderes de la pluma y los púlpitos venden mentiras como verdades!
Todo este grupo de plumíferos y ONG es el que ahora exige elecciones de funcionarios precipitadas, que se elijan personas «independientes», entendiendo el término como personas afines a los intereses de sus financistas, esos que ostentaron el poder abusivo y corrupto durante décadas. No, señores, la fumata de los grupos de poder se terminó.
El destino de la nación, en la construcción de una verdadera democracia en libertad y seguridad, no puede quedar en manos de cualquier persona al frente de instituciones de suma importancia. El TSE es de vital importancia. Hay que tomarse el tiempo necesario. Las premuras siempre nos llevan a acantilados.
Hay que avanzar pensando en el bienestar de El Salvador.