En Atiquizaya, Ahuachapán, en la actualidad se conserva una fuente de agua natural que en 1392 era parte de una comarca indígena de los pocomames. Ahí surgió una historia de amor entre la princesa Agüijuyo y el príncipe Zunca.
En ese lugar existe un balneario administrado por la alcaldía que es conocido como «Las piscinas Agüijuyo», ubicado a un kilómetro del centro del municipio. En el recinto se recuerda una anécdota, que es muy peculiar para todos los habitantes de la ciudad de los manantiales, y se construyó una estatua en honor a la princesa en 2016.
Armando Ortiz es un pintor de Atiquizaya que es conocido como el Fénix. Este año tomó la iniciativa de retocar la estatua de la princesa, ya que considera que es un patrimonio intangible de los atiquizayenses y marca rasgos nativos de la mujer indígena. «Piel caoba y aceituna, raza fuerte y vigorosa, cabellera larga de negro azabache y cuerpo de diosa», expresó el Fénix cuando se le pidió que describiera a la princesa de Agüijuyo, a la que, después de terminar de pintarla, le puso una corona con plumas elaborada por él.
La historia ha revelado que de Zunca y la princesa de Agüijuyo surgió el amor más entrañable, puro y sincero, algo jamás visto en aquella floreciente comarca indígena. La denominaban una «real pareja».
Pero esta historia terminó con un fin doloroso. Garucho, el hermano mayor de la princesa, propagó el rumor de que la princesa no era una blanca paloma ni mucho menos una florecita casta y pura; aseguraba que un plebeyo de nombre Chayal había arrebatado su virginidad. Eso provocó que llegara a su fin la historia de amor, todo por la envidia de Garucho.