Hace unos días fueron electos siete magistrados propietarios de la Corte Suprema de Justicia (CSJ): cinco por haberse cumplido el plazo de los anteriores, uno en sustitución de otro que había renunciado y el último para cubrir una vacante por fallecimiento. A diferencia del presidente de la república y los diputados, que son elegidos directamente por el pueblo a través de las urnas, las máximas autoridades del Órgano Judicial provienen de una elección de segundo grado hecha por la Asamblea Legislativa, con mayoría calificada.
Durante todo proceso de selección de magistrados de la CSJ es normal que se escuchen voces que pidan la necesaria idoneidad para el cargo, pero sobre todo la independencia judicial de los funcionarios en cuestión, entendida esta como «el principio según el cual los jueces y tribunales deben poder tomar decisiones de manera imparcial y libre de influencias externas, ya sean políticas, económicas, sociales o de cualquier otro tipo». Sin embargo, hay que tener claro que la deseada independencia judicial es más bien una formulación ideal, una utopía que, como tal, no existe en su estado puro; pues, lo que hay, en realidad, son grados o niveles de independencia (cuanto mayor, mejor), dentro de los cuales cabe la discusión acerca de qué candidatos dan indicios más sólidos para desempeñar el cargo con un nivel razonable de apego a este precepto.
Aquí es oportuno recordar que, contrario al deseo y las expectativas naturales de las personas, las leyes y procesos jurídicos no suelen aplicarse por sí mismos de manera automática, sino que surten efecto a partir de la acción y la interpretación de seres humanos condicionados por muchísimos factores objetivos y subjetivos; por ello, no es extraño que puedan sostenerse jurídicamente argumentos para una postura a favor y otra en contra en un mismo caso, y basándose en el mismo cuerpo legal. Esto se aprecia con toda claridad en las resoluciones de tribunales colegiados que se toman por mayoría, cuando quienes no lograron hacer prevalecer su postura razonan su voto disidente.
En la práctica concreta, no solo en nuestro país, sino en todas las democracias occidentales, lo cierto es que al momento de nominar o elegir magistrados de tribunales supremos, siempre se toma en cuenta un amplio conjunto de elementos fácticos, pragmáticos y de sentido común que intervienen, condicionan y, de alguna manera, justifican por qué decantarse hacia esta o aquella persona.
En el proceso de selección de los magistrados recién nombrados, la Asamblea Legislativa ha de haber considerado un elemento contextual importantísimo: la política de seguridad pública, que ha permitido poner bajo control el fenómeno delincuencial de origen pandilleril que durante décadas estuvo desbordado y afectó no solamente las vidas y los bienes de las personas, sino que también socavó cualquier posibilidad de desarrollo en otras áreas, como la economía y la educación. Es por ello que, en este ámbito, la línea de interpretación o hermenéutica jurídica de los profesionales del derecho elegidos, especialmente en la Sala de lo Constitucional, no debe estar en disonancia, sino en coherencia con la conducción general del país, protegiendo así el interés de la población y descartando el riesgo de que se bloqueen o desmantelen los logros por vía de sentencias insólitas (como ocurría en un pasado no tan lejano).
La Constitución Política de la República de El Salvador en el artículo 86 establece que los órganos Ejecutivo, Legislativo y Judicial, aun cuando son independientes dentro de sus respectivas atribuciones y competencias, «colaborarán entre sí en el ejercicio de las funciones públicas». La práctica histórica ha demostrado que solamente con el concurso y la sintonía de los tres órganos del Estado es posible enfrentar los desafíos históricos y llevar adelante las grandes transformaciones que demanda la nación.