Personas desaparecidas en El Salvador se han registrado desde la década de 1960, antes, durante y después del conflicto armado, así de claro y lamentable, relacionados a una serie de factores, como la desaparición forzada. A partir de 2010, se reporta un incremento de las denuncias diarias de personas desaparecidas por violencia vinculada con las pandillas y la delincuencia organizada en las sedes fiscales a escala nacional, y en las sedes policiales se inicia un registro específico desde 2011.
En la década anterior, el promedio diario de denuncias de personas desaparecidas fue de 9.2 en las sedes fiscales. Con la llegada el año pasado de los nuevos titulares de la FGR y la PNC se reconoció el delito, se pusieron a trabajar de inmediato, mejoraron los protocolos de actuación de búsqueda y las acciones urgentes en reformas de ley, pero también en la validación de datos y estadísticas, ahora comprendemos mejor este complejo delito y se han reducido las denuncias diarias en 2019 y 2020, sin lugar a ninguna duda. Al investigar desde la década pasada los desaparecidos en El Salvador por la violencia generada por el crimen organizado y las pandillas, he conocido muchas historias de lo que denominé «el nuevo drama humano de la sociedad salvadoreña en la década anterior». Pero existe la otra cara de los desaparecidos, y es una faceta más invisibilizada y donde ocurren más revictimizaciones, y son las consecuencias para los familiares de la persona que se encuentra en categoría de desaparecido por meses, e incluso por años. A lo largo de estos años, he recorrido canales de televisión, radios y medios impresos y digitales exponiendo con datos y con evidencia este complejo drama, pero que al mismo tiempo es un delito complejo no solo de investigar sino de comprender. Y lo que existió en la sociedad salvadoreña fue indiferencia ante el fenómeno de los desaparecidos y pasó desapercibido para el Estado salvadoreño.
Cuando una persona adulta que estaba trabajando desaparece, la primera consecuencia legal que tiene es ser separada de la empresa de acuerdo con el Código de Trabajo, artículo 50, numeral décima segunda, por faltar a sus labores por dos días consecutivos sin causa justificada. Esto trae otras consecuencias, como la salida de la planilla del ISSS y de la AFP; pierde los servicios de salud que le corresponden como beneficiario, pierde su carga laboral en dicha empresa, comienza a caer en deudas de pago de vivienda con el FSV o el sistema bancario hasta que son amenazados o expulsados de la vivienda; otros deben el alquiler y transcurridos algunos meses son expulsados de la vivienda.
Otro aspecto invisible que tienen que enfrentar los familiares son las deudas que tenía su esposo, esposa, compañero o compañera de vida, padres, hijos con casas comerciales, almacenes, tarjetas de crédito, empresas de telefonía y cable, incluso con prestamistas que lo único que les interesa es recuperar su dinero, ¿qué puede interesarles su pérdida? Es más, son revictimizados al decirles en texto claro «pero no era pandillero», «muéstreme la denuncia porque lo que no quiere es pagar», y otras más groseras, el típico acoso y hostigamiento de los despachos jurídicos.
Los familiares de los desaparecidos deben luchar cada día con las preguntas ¿a dónde está?, ¿ya habrá comido?, ¿estará vivo o muerto? Pero adicionalmente deben enfrentar día a día la tortura de cobros, deudas, amenazas de expulsarlos de las casas de habitación porque su familiar desaparecido y sustento económico no está. Sin lugar a dudas, es urgente que se apruebe la ley especial sobre desaparición forzada cometida por particulares, pandillas o el crimen organizado, presentada en julio de 2019 por el diputado Juan José Martel, que duerme el sueño de los justos en la Asamblea Legislativa y que acumula en el expediente varios milímetros de polvo sin que se continúe el estudio desde antes de la llegada de la COVID-19; un desafío para la nueva legislatura y una gran oportunidad con la llegada del licenciado Gustavo Villatoro como Ministro de Justicia y Seguridad, que está decidido a dar un giro en el abordaje integral, lo cual representa esperanza para las víctimas y sus familiares.